martes, 31 de enero de 2017

Un arma muy poderosa


Solemos pensar que las armas más poderosas son aquellas capaces de destruir de una sola vez la mayor cantidad de cosas o seres. Sin embargo, un arma no es sólo aquello que es capaz de destruir o aniquilar; también existen “armas” que sin parecer peligrosas o dañinas, pueden acabar con todo un Imperio.
Un ejemplo de lo anteriormente expuesto lo encontramos en el agua. Es el elemento líquido por excelencia que todo ser necesita para poder vivir pero, paradójicamente, dependiendo del uso que se haga del agua, también puede servir para fragmentar la más dura de las rocas o incluso causar grandes destrucciones. Y ello es posible gracias a la constancia, a la fuerza constante del agua que golpea contra la roca, y que acaba por erosionarla y fragmentarla, o desgastarla hasta hacerla desaparecer. Y es que la insistencia o constancia, es una de las “armas” más poderosas que podamos imaginar.
Sí, ya sé que parece algo absurdo creer que, un concepto abstracto, como es la insistencia o constancia, pueda ser un arma poderosa, pero lo cierto es que lo es. Y me explico poniendo un ejemplo:
Supongamos que estamos felizmente acostados en nuestra cama, descansando de un día agotador y disfrutando de un merecido descanso, cuando de repente suena el timbre de la puerta de la calle. No esperamos a nadie, ni siquiera es una hora normal de reparto, ni hay ningún motivo por el que alguien necesite hablar con nosotros en nuestra casa. Así que pensamos “ya se irán cuando vean que no les abro”. Pero el timbre sigue sonando... y volvemos a pensar... “Ya se cansarán... ahora con lo bien que estoy en mi cama, no me voy a levantar...” Pero el timbre suena una y otra vez, y empezamos a impacientarnos, incluso ya estamos de mal humor, pues nos está desvelando del todo. Y el timbre suena que suena...   ¡Ya está! decimos... no lo soporto más, se va a enterar el que sea que me está incordiando.
Al final abrimos la puerta, y resulta que no era para nosotros, lo que aún nos hace enfadar más... pero el mensajero nos dice:
—Discúlpeme señor que le haya molestado, pero vengo de la farmacia, resulta que su vecino se ha llevado por error un medicamento que, si lo toma, podría morir en pocos minutos. He venido tan rápido como me ha sido posible, en cuanto me he dado cuenta del error, pero estoy angustiado por si ya se lo ha tomado, ya que no abre la puerta y llevo rato llamando sin cesar... ¿usted tiene su número de teléfono o sabe si está en casa?
—¿Mi vecino...? a qué vecino se refiere... porque en ese caserón de enfrente hace años que ya no vive nadie...
—¡Vaya! Pues en la receta que nos dio pone esta dirección: Calle del consuelo, 32...
—Pues ahí no vive nadie, lo sabré yo que llevo aquí toda la vida... ese número es el 32 y el mío el 23, enfrente de esa casa... espere... creo que ahora caigo... ¿cómo se llama ese señor...?
—Se llama Ramón Pérez...
En ese momento, la cara se tornó en un tono pálido, que delataba que algo no iba bien.
—Creo que me he confundido al dar el número de mi calle, yo vivo en el 23 no el 32 y me llamo Ramón Pérez. Gracias por insistir, me ha salvado la vida.
Bien, esta historia, que nos puede parecer un tanto fantasiosa, en realidad nos muestra cómo en determinadas situaciones no basta con creer que hemos actuado hasta donde nos indican las normas o costumbres. Cuando se trata de conseguir un derecho, o un bien que es de vital importancia, no debemos rendirnos, y aunque recibamos una respuesta negativa tras otra, hay que seguir insistiendo, hasta que seamos atendidos en nuestras peticiones; más aun cuando se trate de derechos inalienables. Tendremos que insistir y ser constantes, aunque lleguemos a resultar pesados, si con ello se consigue reparar un grave error, o que se reconozcan nuestros derechos.

© 2017 José Luis Giménez

sábado, 31 de diciembre de 2016

La reflexión



Un buen día, Dios, se puso a reflexionar, pues se sentía abatido. A pesar de haber puesto todo su corazón en la creación del Ser humano, éste no estaba actuando como él esperaba. Se culpaba a sí mismo de haberle otorgado el raciocinio y el libre albedrio, pues en vez de utilizarlo únicamente para hacer el bien, lo estaba utilizando para subyugar y esclavizar tanto a los demás animales de la Creación, como al propio Hombre.

Estaba decidido a deshacer su gran obra, pues él no había creado al Hombre para que éste fuese el esclavo de sí mismo, sino el complemento de Dios, la parte material y física que precisaba para poder experimentar en la Tierra.

Se dijo para sí, "haré que una gran hecatombe acabe con toda la humanidad, pues no han correspondido tal como se esperaba de ellos". 

Mientras estaba pensando cómo y cuándo llevar a cabo la extinción del Hombre, se le acercó un ángel muy joven, que acababa de visitar la Tierra, pues había sido invocado por un niño, el cual le ofreció su propia vida, a cambio de salvar a su madre de una grave enfermedad que estaba a punto de producirle la muerte.

—Dios…, —le dijo el ángel— ¿he de aceptar la vida de un niño inocente, que la ofrece para salvar a su madre… que está a punto de fallecer a causa de una grave enfermedad?

Dios miró al joven ángel y le preguntó:

—¿Quién es ese niño que te ha ofrecido su propia vida a cambio de la de su madre…?
—Es aquél niño que nació ciego, Señor… y al que su madre le contaba cómo era todo lo que sus ojos no podían ver…

Dios se quedó pensativo y no pudo evitar derramar unas lágrimas. Había sido Él precisamente, quien decidió que ese niño naciera ciego, para ver hasta qué punto era capaz de ver lo más hermoso de la vida.

Miro de nuevo al ángel y le dijo:

—Ese niño me ha dado la respuesta que buscaba. Baja de nuevo a la Tierra y acepta su trato, a cambio de que su madre viva, él dedicará toda su vida a cuidar de la Tierra, será justo y guiará a los que aún siguen ciegos, para que puedan ver, como él ahora ve.

El ángel bajó  a la Tierra y cumplió lo ordenado por Dios, devolviéndole la vista al niño ciego y curando a su madre de la grave enfermedad. El niño se convirtió en un gran sabio, que ayudaba a los demás a encontrar el camino correcto de la vida y, Dios…, Dios, se dio cuenta de que, a veces, no hay que precipitarse en juzgar a nadie y concederle siempre una segunda oportunidad.


 © José Luis Giménez

El valor de la derrota




Había una vez un rey que se vio en la disyuntiva de elegir al comandante en jefe de su ejército; pues un país vecino le acababa de declarar la guerra y, al no tener prevista dicha situación, ya que era un rey pacífico que rehusaba la violencia, no se había preocupado de nombrar al Ministro de la Guerra.

A tal efecto, mandó llamar a todos sus asesores, pidiéndoles consejo sobre quién debería ser elegido para trascendental cargo.

Al momento, los asesores más jóvenes, corrieron a mencionar a los más prestigiosos militares que acababan de salir de la academia militar, con las máximas graduaciones y recomendaciones de sus respectivos generales, pues dichos asesores coincidían en que el nuevo comandante debería ser alguien joven, preparado y con conocimientos de las nuevas armas y tácticas de guerra.

El rey escuchaba a todos y cada uno de sus asesores… hasta que fijó su atención en el más anciano de ellos. Viendo que éste no había dicho nada al respecto, le preguntó:

—¿Y tú qué opinas sobre lo de elegir al comandante del ejército… debe ser joven, preparado y con conocimientos de las nuevas tácticas de guerra, como opinan tus colegas…?
—Majestad… yo coincido con mis colegas en que la juventud, preparación y conocimiento de las nuevas tácticas de guerra son imprescindibles… pero…
—¿Pero qué…? —preguntó el rey.
—Pues que ninguno de los militares sugeridos han luchado aún en batalla alguna, ninguno ha ganado una batalla, ninguno la ha perdido…
—Sí, eso es cierto… —comentó el rey— pero ya sabes que, cómo hace decenas de años que dejamos de tener guerras con otros países, los únicos militares que quedan en activo ya son mayores… creo que están a punto de retirarse… ¿no es cierto chambelán? —le preguntó al mayordomo de palacio.
—¡Cierto Su Majestad! —respondió raudo el mayordomo— Actualmente sólo está en activo el General que actualmente dirige la Academia Militar…
—¿Pero ese general no fue el que nos llevó a la derrota en la última guerra que tuvimos…?
—Sí, Mí Señor, había sido el militar más brillante de toda la Historia de nuestra nación, hasta que perdió la última batalla… ¡fue una gran tragedia!
—Sí me lo permitís, Su majestad… —intervino el anciano asesor— ¡ese es vuestro hombre!
—¿Quieres decir que el hombre que fue derrotado por nuestro mayor enemigo, es el que ahora nos va a salvar de su invasión? —increpó el rey.
—Señor, yo no sé si esta vez nos va a salvar del invasor y ganará la batalla final —respondió el anciano—, pero no tengo la menor duda de que, si alguien conoce mejor que nadie las virtudes y los fallos del enemigo, ese es el general que fue derrotado por dicho enemigo. Estoy convencido de que, durante todo este tiempo, el General ha estado reflexionando el motivo de su derrota, el exceso de confianza y superioridad que le hizo desatender aspectos en apariencia poco importantes que fueron los que realmente causaron su derrota. Él ha aprendido la lección. Si a todo eso, le acompaña un buen equipo de jóvenes militares muy preparados y conocedores de las nuevas tácticas de guerra, creo sin temor a equivocarme, Mi Señor, que estaremos bien defendidos.
—¡Pues que así sea! —respondió el rey.

El anciano General fue nombrado el Comandante en jefe del ejército, ayudado por los jóvenes militares mejor preparados del país; y la guerra del invasor, apenas duró el tiempo en llevar a cabo la primera batalla, que también fue la última, pues el general había aprendido de sus errores y además, supo beneficiarse de la agilidad, juventud y preparación de sus ayudantes.

El rey se sintió muy satisfecho por la forma en como se había desarrollado todo, otorgando el título de “Gran Dignidad y Sabiduría” a su anciano asesor y al General comandante de sus ejércitos.


© José Luis Giménez 

viernes, 30 de diciembre de 2016

Dios y el diablo



Estaba Dios y el diablo dialogando entre ellos. Dios le decía al diablo que confiaba en el Hombre, pues le había insuflado una parte de él en lo más profundo de su interior, y por tanto, cuando el Hombre sintiese la necesidad de conversar  o sentir a Dios, sólo tendría que dirigirse a su interior.

El diablo no hacía más que sonreír cada vez que escuchaba a Dios hablar tan benevolentemente del Hombre.

—Te apuesto el alma del Hombre a que consigo que no se acuerde de ti en apenas tres generaciones… —le dijo el diablo a Dios.
—Sabes que no me gusta apostar Satanás, pero aceptaré tu desafío si, a cambio, en el caso de que pierdas, dejas de tentar al Hombre.
—¡Trato hecho! —respondió el diablo, mientras se frotaba las manos.
—Bien, pues que empiece el combate con esta generación… —asintió Dios.

Nada más dar comienzo el reto, el diablo se las ingenió para que los hombres empezasen varias guerras y luchas entre ellos. Los hizo envidiosos, los cegó con la avaricia y los embriagó de egoísmo.

Se introdujo en las principales religiones, para engañar más fácilmente al hombre que buscase a Dios en los templos e iglesias; se alió con los más poderosos y avaros, para manipular a los políticos que deberían dirigir el país y hacerlos totalmente corruptos e insolidarios. Y en definitiva, buscó todas las formas posibles de distraer al Hombre; para lo que ayudó a crear unos aparatos llamados televisión, donde aparecían ciertos individuos carentes de toda moral, enfrascados en discusiones y debates estériles, mostrando mentiras como si fuesen verdades, confundiendo al Hombre para que prefiriese el error a la virtud y, en definitiva, para que la máxima aspiración del Hombre fuese acaparar dinero y poder.

Conforme pasaba el tiempo, el diablo sonreía más y más. Su carcajada de éxito se podía oír en los confines del Universo. A pesar de que aún no habían pasado más que dos de las tres generaciones, ya estaba seguro de su victoria. Sólo le faltaba acabar la última generación, y el alma del Hombre sería suya para toda la Eternidad.

En realidad, parecía que todo estaba a favor del diablo. El Hombre ya no sólo no se acordaba de Dios, sino que se alejaba de todo lo que supusiese bondad, solidaridad, respeto, tolerancia… Se había convertido en una especie de autómata, sin alma ni consciencia…
¡Consciencia… eso es! —se dijo Dios para sí. Haré que el Hombre despierte a su Consciencia…

Y empezó a insuflar el aire divino que despierta las consciencias… uno a uno, Dios fue insuflando ese aliento divino, pero cuanto más intentaba que el Hombre despertase su Consciencia, el diablo más se empeñaba en crear discusiones, en manipular la verdad y en confundir la mente del Hombre. Así que Dios decidió que, para despertar la Consciencia sin que el diablo pueda interceder en la mente humana, necesitaría hacerlo a través del corazón.

Así que fue buscando aquellos corazones que más habían sufrido en la vida, aquellos corazones rotos… aquellos que más sabían de amor, pues un corazón que ha sufrido por amor, sabe mejor que nadie lo que significa y, sobre todo, ha tomado Consciencia, ha despertado a su Consciencia.

Ahora Dios confiaba en el corazón consciente del Hombre, pues sabía que, a pesar de las artimañas del diablo, haciendo sufrir al más noble de los seres humanos, el Hombre sabría que el camino más corto para llegar a Dios no es el más cómodo, sino el más difícil.

Aún no se ha acabado esta tercera generación. Ahora tú puedes formar parte de los que han despertado su Consciencia. Esta es la misión de los que están del lado de Dios.

© José Luis Giménez 

El sabio




Había una vez un anciano sabio, el cual era muy respetado por toda su comunidad, pues siempre aconsejaba acertadamente a todo aquél que acudía a pedirle consejo.

Un día, mientras se encontraba sentado sobre una roca, en frente de un cruce de caminos, aparecieron tres caminantes, los cuales, al verlo, le preguntaron:

—Buenos días, buen hombre… estamos buscando el camino que conduce hasta la cabaña de la cima, pues dicen que allí se encuentra un gran sabio… pero vemos que aquí, en este cruce, se bifurcan los caminos y no indica cual es el que lleva hasta la cima ¿Podría indicarnos el camino…?

—¿Para qué queréis ir hasta ese lugar…? —inquirió el sabio.

—Es que nos han dicho que ese gran sabio lo conoce todo… y queremos pedirle que nos diga lo que ha de suceder en nuestros dominios, pues cada uno de nosotros somos reyes de otros tantos reinos, y últimamente, el Pueblo, se muestra muy alterado y disconforme con nuestro gobierno…
—¿Y para qué queréis conocer lo que ha de acontecer…?
—Para tomar medidas represivas y que no nos coja desprevenidos…
—Entonces da igual el camino que toméis…
—¿Acaso todos los caminos conducen a la cima…? —replicó uno de los reyes.
—No, lo que quiero decir, es que de acuerdo a vuestras intenciones, no necesitáis que el sabio os diga lo que va a suceder… eso lo adivina cualquiera…
—Entonces, si eso lo adivina cualquiera… ¿decidnos… qué crees que va a suceder…?
—Sucederá todo eso que teméis y mucho más… pues un Pueblo no se merece tener a un rey o gobierno, que únicamente se preocupa en conocer cómo debe reprimir a su Pueblo en momentos de crisis… Y un rey déspota, tampoco se merece reinar a ningún Pueblo.
—¿Y qué nos aconsejaríais… si fueseis ese sabio…?
—Si yo fuese ese sabio… os aconsejaría daros la vuelta y regresar por donde habéis venido, que anduvieseis varios días por las calles de vuestro Pueblo, que convivieseis con ellos el día a día… y al cabo de muy poco tiempo, conoceríais la solución a todos vuestros problemas… Sí así lo hacéis, y sois capaces de actuar en consecuencia, entonces, habréis demostrado ser merecedores de ser su gobernante. Si no lo hacéis, no hace falta que vayáis a preguntarle al sabio, pues ya os he dicho la respuesta.

Los tres reyes se despidieron del anciano, sin saber que era el gran sabio al que querían preguntar, pero decidieron tomar cada uno el camino de regreso a sus dominios, confiando en que serían capaces de hallar la respuesta.


© José Luis Giménez

jueves, 29 de diciembre de 2016

Las enseñanzas




Las enseñanzas, por muy bien expuestas que estén, no siempre consiguen sus objetivos: evitar un daño mediante el aviso, o servir de guía en aspectos difíciles y complicados de la vida.

En la historia que voy a narrar a continuación, la mejor enseñanza, fue el modo en que se tomó consciencia del error cometido.

Había una vez un padre muy bondadoso, el cual se había quedado viudo a causa de la muerte de su esposa en el momento en que dio a luz a su primer hijo, motivo por el que se volcó totalmente en la educación de su primogénito. Amaba tanto a su único hijo que, cada día,  le explicaba las diferentes situaciones por las que se podría encontrar en la vida, aportándole los diferentes consejos que él consideraba debería realizar llegado el momento.

El padre, veía como su hijo iba creciendo y actuando correctamente, según él mismo le había inculcado. Pocas veces tuvo que imponerle un castigo pero, cuando el padre lo creyó necesario, su hijo fue castigado; a fin de que aprendiese “la lección”.

Un día el padre tuvo que ausentarse de su casa, pues sus negocios en el extranjero reclamaban su atención, así que llamó a su hijo y le dijo:

—Alberto… hijo mío, no tengo más remedio que ausentarme durante unas semanas, para resolver un problema que ha surgido en otro país donde había exportado mis mercancías. Te dejo a cargo de la casa, pues es todo lo que tenemos y confío en que sabrás actuar correctamente, tal como te he inculcado.
—Sí, padre, descuida, márchate tranquilo, que sabré cuidar de nuestra casa.

El padre se marchó tranquilo, confiando en que su hijo sabría actuar correctamente y cuidar de la casa.

Al cabo de unos días, cuando Alberto se hallaba adquiriendo víveres en el colmado del pueblo, se encuentra con unos conocidos de éste, que había visto alguna vez por el lugar. Le dicen que están comprando bebidas para una gran fiesta que están organizando y que por qué no se va con ellos. El muchacho duda por unos instantes, pues hacía mucho tiempo que no había salido con otros chicos a divertirse, pero recuerda las palabras de su padre y les dice que no puede ir con ellos, pues a pesar de que le gustaría ir, tiene que cuidar de la casa, ya que su padre está de viaje.

Los otros muchachos se miran unos a otros… comprenden que es una buena ocasión para organizar la fiesta en casa de Alberto, e insisten diciéndole que había una manera de poder asistir a la fiesta sin dejar de cuidar de la casa.

—¿Ah sí? ¿Cómo puedo estar en la fiesta y cuidar de la casa a la vez?

—¡Pues muy sencillo… —responde el que parecía ser el cabecilla del grupo— hacemos la fiesta en tu casa…

—No, no… —responde Alberto— a mi padre no le gustaría… 
—¡No seas gallina…! —le inquiere el cabecilla— tu padre no se va a enterar, además… vendrá Isabel, aquella chica que te gusta tanto…

Al oír el nombre de Isabel, a Alberto le cambió el semblante. Esa chica le había robado el corazón, pero debido a su timidez, Alberto, nunca se atrevió a declararle su amor, a pesar de que su actitud con ella era tan evidente, que todos se habían dado cuenta de los sentimientos de Alberto hacia Isabel.
—Está bien… —dijo Alberto con voz entrecortada— pero me tenéis que prometer que no estropearéis nada…

Los chicos se miraron y sonrieron mutuamente; el plan de Isabel había funcionado.

—¡Muy bien Alberto! —dijo el cabecilla— verás que bien lo vamos a pasar… iremos a tu casa dentro de dos horas, danos tiempo para avisar al resto… ¡y a Isabel, claro, jejeje…!

Alberto se marchó a su casa, ilusionado por un lado, por saber que iba a ver a Isabel, y quizás en esta ocasión podría declararle su amor, pero preocupado por otro, pues sabía que su padre le había advertido de los peligros de llevar a desconocidos a casa, ya que al fin de cuentas, sólo los conocía de haberlos visto en el pueblo.

Y llegó el momento, apenas habían transcurrido las dos horas, cuando el hall de su casa se llenó de chicos y chicas que habían venido a la fiesta.

El cabecilla del grupo venía acompañado de Isabel, y nada más llegar ante Alberto, se presentó diciéndole:

—¡Hola Alberto! Mira quien ha venido a tu fiesta…

—¡Hola Alberto! —Dijo Isabel, a la vez que mostraba una amplia sonrisa.

—Hola Mikel, hola Isabel… —respondió Alberto, con su característica media voz.


A partir de ese momento, Alberto ya no tenía ojos para nada más que para Isabel. Parecía como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importase. Y así transcurrieron las horas… hasta que, sin saber cómo, entró en un profundo sueño.

Alberto no podía sospecharlo pero, en realidad, lo que querían esos chicos no era hacer una fiesta en su casa, sino aprovechar la ingenuidad de Alberto y el hecho de que no estaba su padre, para saquear la casa.

Cuando Alberto despertó al día siguiente, el fuerte dolor de cabeza que sentía apenas le permitía recordar lo ocurrido el día anterior, era como si se hubiese emborrachado y hubiera perdido el conocimiento.

Pero eso no sería lo peor. Cuando consiguió situarse, miró a su alrededor y observó horrorizado como su casa estaba completamente vacía… únicamente un par de sillas rotas y algunos restos de muebles que aún podían reconocerse, era todo lo que habían dejado en la casa.

—¡No puede ser, no puede ser…! —Repetía una y otra vez Alberto, mientras se llevaba las manos a la cabeza.

—¿Qué le voy a decir a mi padre cuando vuelva…?


Tanta era la impotencia que sintió Alberto, que lo único que pudo hacer fue llorar y llorar… Y así estuvo durante horas, hasta que tomó una decisión… decidió marcharse de allí y buscar un trabajo, para poder reunir el dinero suficiente hasta poder regresar y devolverle a su padre todo lo que le habían robado.

Pasaron los años y Alberto nunca olvidó la promesa que se hizo a sí mismo. Cuando llegó el momento en que creía que ya había reunido el suficiente dinero como para devolverle a su padre todo lo que le robaron, regresó a su pueblo, a la casa de su padre, pero allí ya no vivía su padre. Le atendió un amable matrimonio quien le contó a Alberto lo único que sabían del dueño anterior.

—Verás muchacho —le dijo el hombre de la casa— nosotros vinimos a este pueblo hace ahora 10 años y le compramos esta casa a un hombre que estaba enfermo, llevaba más de cinco años buscando a su hijo, que había desaparecido sin dejar rastro alguno, y ya sólo le quedaba la casa por vender para conseguir el dinero que le permitiese seguir buscando a su hijo. Realmente nos impresionó mucho ver cuánto amaba ese padre a su hijo.

—¿Saben dónde está ahora ese hombre…? —preguntó Alberto, con lágrimas en los ojos.

—Sí, —respondió el hombre— pero desgraciadamente ya no podrá contarte nada, hace un mes que murió… unos dicen que fue por estar muy débil… pero yo creo que se murió de pena. Está enterrado en el cementerio que hay junto a la iglesia del pueblo.


Alberto había tardado más de diez años en darse cuenta de que lo más importante en la vida no es actuar como quieren los demás; para así agradarles. Lo más importante, es estar siempre al lado de la persona que amamos, sin importar el coste material, pues lo material es caduco y su valor es efímero, mientras que el amor nunca desaparece, por muy complicada que sea nuestra vida.


© José Luis Giménez

Concédete un deseo… (Cuento de Navidad)



Hace mucho, mucho tiempo… que las hadas del bosque encantado dejaron de aparecerse a todo el mundo. Ya no era posible verlas danzar sobre el resplandor de la Luna en el agua del estanque, o revolotear junto a las luciérnagas en las noches de verano. Y lo que aún era peor… ya casi nadie creía en ellas.

Hablar de hadas y duendes era un tema reservado únicamente para gente poco seria, muy dada a la fantasía… tal como afirmaba Don Rosendo, el cura párroco del pueblo.

Pero María no pensaba así, ella sabía muy bien que las hadas sí existían, a pesar de lo que dijera el cura en sus sermones del domingo, pues no en vano, había sido testigo de la presencia de una de ellas junto al estanque, mientras la contemplaba completamente absorta.

María era una niña muy especial, como le decía su madre, pues algunas malas lenguas se reían de la joven, aludiendo que, a sus 12 años de edad, era algo “corta de luces”; pues siempre estaba ensimismada contemplado la Naturaleza como si no existiese nada más importante que hacer, cuando las otras chicas de su edad ya andaban flirteando con los mozos del pueblo.

—¡Este año sí podré hacer de madre del Niño Jesús…! —se decía para sí misma María, pues hacía mucho tiempo que esperaba tener esa edad, para poder representar a la madre del Niño Jesús en el nacimiento viviente que se celebraba cada año por Navidad en el pueblo.

El párroco Don Rosendo, no las tenía mucho consigo, pues pensaba que María podría no estar preparada para interpretar al personaje de la Virgen, he intentó sutilmente hacer que la joven abandonara dicha idea. Pero María no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad, pues deseaba con todas sus fuerzas ser la madre del Niño Jesús, aunque sólo fuese por aquella Navidad.

Después de mucho insistir, y también a que no había más chicas de la edad de María que quisieran hacer el personaje de la Virgen en el nacimiento viviente, al cura no le quedó más remedio que aceptar a María para interpretar dicho papel.

—Está bien María…—dijo el cura con cierta resignación— Este año tú serás la Virgen María, la madre del Niño Jesús.

María estaba que no cabía en sí de alegría. ¡Por fin iba a ser la madre del Niño Jesús!

Todos estaban listos en sus puestos: los pastores, con las ovejas delante del portal; los leñadores, trayendo la leña sobre sus mulas; las lavanderas, con sus cestos llenos de ropa; pero sobre todo, a María sólo le importaba ver que el Niño Jesús se encontrase bien abrigado en su cuna de paja.

El personaje de San José, le tocó interpretarlo a Juanito, un joven de unos 14 años de edad, compañero de clase de María, y a quien no le hizo demasiada gracia compartir la representación con ésta pues, al igual como les sucedía a la mayoría de sus compañeros, veían a María como la niña “corta de luces”.

Pero a María no le importaba lo que pudieran decir o pensar sus compañeros de clase y la gente del pueblo. Ella iba a ser la madre del Niño Jesús, y eso valía más que todo lo que tuviese que soportar.


María se colocó en su lugar, junto al Niño, al que abrigaba constantemente con una pequeña manta de lana, que ella había tejido para la ocasión. La figura del Niño Jesús había sido realizada varios años atrás, por el mejor escultor del pueblo, obteniendo una gran fama en toda la provincia, por lo que el cura, Don Rosendo,  tenía cuidado de que la figura del Niño Jesús estuviese siempre bien protegida, a fin de que no sufriera ningún percance. Por dicho motivo, no paraba de decirle a María:

—¡María, cuida de que al Niño Jesús no le ocurra nada, protégelo con tu vida si fuera preciso… además, ahora eres su madre…!

—Descuide padre, así lo haré… —Respondió María, muy orgullosa.


Todos estaban en sus posiciones; el pesebre, con la mula y el buey, otorgaban el refugio necesario para que la Sagrada Familia no pasase frío, y el ángel anunciador, comunicaba la buena nueva a todos los presentes.

Y fue transcurriendo el tiempo; las gentes del pueblo y hasta las que habían llegado de otros lugares, pasaban por el pesebre, para postrarse ante el Niño Jesús, pues era tanta la sensación de realidad, que se quedaban maravillados ante tan tierna escena.

El día se había mostrado muy cargado de nubes amenazantes de lluvia pero, no sería hasta este momento, cuando ya se ocultaba el Sol, que los cumulonimbus empezaron a descargar como si de un diluvio se tratase. Apenas dio tiempo a avisar, y un torrente de agua y barro empezó a bajar por la ladera de la montaña.

Todos corrieron a refugiarse en lugares más seguros… ¿todos? No. María no se marchó del pesebre. No podía dejar a su Niño Jesús a merced del temporal, por lo que lo tomó en sus brazos y, arropándolo con su mantita salió del pesebre en busca de refugio. Pero ya era tarde. El torrente de agua bajaba a gran velocidad, arrastrando troncos, ramas, piedras y barro. María no pudo hacer nada más que abrazar al Niño Jesús con todas sus fuerzas y, cerrando los ojos, se encomendó a Dios.

Mientras tanto, en el pueblo, la gente comentaba el acontecimiento como algo totalmente inusual, nunca habían visto desencadenarse una tormenta tan terrible en tan corto espacio de tiempo.


El cura no tardó en preguntar:

—¿Dónde está la figura del Niño Jesús… y María dónde está…?


Todos se encogieron de hombros, nadie sabía responder.


—Juanito… tú estabas junto a María y el Niño —insiste el cura— ¿qué ha sido de ellos?
—Don Rosendo, verá… yo salí corriendo como todos… no vi nada más…


Inmediatamente, todos los vecinos del pueblo salieron en busca de María, pues se temía lo peor. La lluvia caía cada vez con mayor fuerza y los relámpagos iluminaban la zona con sus ráfagas.

Todos gritaban el nombre de María, con la esperanza de que la niña los oyese y pudieran rescatarla, pero parecía que a María se la hubiese tragado la tierra. La oscuridad de la noche complicó aún más la búsqueda, haciendo imposible continuar, por lo que se decidió esperar a la mañana siguiente para reanudarla.

El día amaneció frío y con niebla, las expectativas de que la niña hubiese sobrevivido a la gran tormenta eran casi nulas, pero había que proseguir con la búsqueda y encontrarla.

Después de recorrer todo el tramo del torrente, se fueron dispersando para abarcar un mayor espacio de terreno. Las ramas rotas y los troncos caídos dificultaban el avance y la búsqueda. Había que apartarlos para poder proseguir, a la vez que mirar de que no se hubiese quedado atrapada bajo alguno de los viejos troncos arrastrados por el agua del torrente.


Don Rosendo estaba visiblemente afectado, pues no en vano recordaba el aviso que le dio a la niña:

 “¡María, cuida de que al Niño Jesús no le ocurra nada, protégelo con tu vida si fuera preciso… además, ahora eres su madre…!

—¡Si no le hubiese dicho nada, quizás ahora estaría bien… yo tengo la culpa! —se decía para sí, una y otra vez.



Casi sin darse cuenta, Don Rosendo, llegó hasta el estanque en el que María decía que había visto a las Hadas del bosque y, sobreponiéndose a su desdicha, suspiró: 

—Sí de verdad existen las hadas, que traigan a María sana y salva…


El silenció se acentuó en el bosque, parecía como si se hubiese hecho la nada… todo estaba en calma. ¿Todo? No. Don Rosendo empezó a escuchar una voz de niño… como si estuviese hablando con alguien, pero no podía ver de quien se trataba. Así que siguió caminado en la dirección de la voz… hasta que…

—¡Oh no es posible! —exclamó el cura.

Allí estaba María, sentada sobre una roca, hablando con alguien que Don Rosendo no podía ver, mientras sujetaba en sus brazos al Niño Jesús.


—¡María, María…! —Gritó el cura— ¿Estás bien María…?
—Sí padre, precisamente estábamos hablando de usted…
—¿De mí… con quién…?
—Pues con el Hada del bosque y el Niño Jesús… ¿No los ve padre…?
—Sí tú lo dices es así hija…, te creo, porque ahora sé por qué eres tan especial.



Don Rosendo no los veía con los ojos… pero ya no volvió a dudar jamás de que las hadas existen y de que la fe, realmente mueve montañas.



© José Luis Giménez