jueves, 29 de diciembre de 2016

Concédete un deseo… (Cuento de Navidad)



Hace mucho, mucho tiempo… que las hadas del bosque encantado dejaron de aparecerse a todo el mundo. Ya no era posible verlas danzar sobre el resplandor de la Luna en el agua del estanque, o revolotear junto a las luciérnagas en las noches de verano. Y lo que aún era peor… ya casi nadie creía en ellas.

Hablar de hadas y duendes era un tema reservado únicamente para gente poco seria, muy dada a la fantasía… tal como afirmaba Don Rosendo, el cura párroco del pueblo.

Pero María no pensaba así, ella sabía muy bien que las hadas sí existían, a pesar de lo que dijera el cura en sus sermones del domingo, pues no en vano, había sido testigo de la presencia de una de ellas junto al estanque, mientras la contemplaba completamente absorta.

María era una niña muy especial, como le decía su madre, pues algunas malas lenguas se reían de la joven, aludiendo que, a sus 12 años de edad, era algo “corta de luces”; pues siempre estaba ensimismada contemplado la Naturaleza como si no existiese nada más importante que hacer, cuando las otras chicas de su edad ya andaban flirteando con los mozos del pueblo.

—¡Este año sí podré hacer de madre del Niño Jesús…! —se decía para sí misma María, pues hacía mucho tiempo que esperaba tener esa edad, para poder representar a la madre del Niño Jesús en el nacimiento viviente que se celebraba cada año por Navidad en el pueblo.

El párroco Don Rosendo, no las tenía mucho consigo, pues pensaba que María podría no estar preparada para interpretar al personaje de la Virgen, he intentó sutilmente hacer que la joven abandonara dicha idea. Pero María no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad, pues deseaba con todas sus fuerzas ser la madre del Niño Jesús, aunque sólo fuese por aquella Navidad.

Después de mucho insistir, y también a que no había más chicas de la edad de María que quisieran hacer el personaje de la Virgen en el nacimiento viviente, al cura no le quedó más remedio que aceptar a María para interpretar dicho papel.

—Está bien María…—dijo el cura con cierta resignación— Este año tú serás la Virgen María, la madre del Niño Jesús.

María estaba que no cabía en sí de alegría. ¡Por fin iba a ser la madre del Niño Jesús!

Todos estaban listos en sus puestos: los pastores, con las ovejas delante del portal; los leñadores, trayendo la leña sobre sus mulas; las lavanderas, con sus cestos llenos de ropa; pero sobre todo, a María sólo le importaba ver que el Niño Jesús se encontrase bien abrigado en su cuna de paja.

El personaje de San José, le tocó interpretarlo a Juanito, un joven de unos 14 años de edad, compañero de clase de María, y a quien no le hizo demasiada gracia compartir la representación con ésta pues, al igual como les sucedía a la mayoría de sus compañeros, veían a María como la niña “corta de luces”.

Pero a María no le importaba lo que pudieran decir o pensar sus compañeros de clase y la gente del pueblo. Ella iba a ser la madre del Niño Jesús, y eso valía más que todo lo que tuviese que soportar.


María se colocó en su lugar, junto al Niño, al que abrigaba constantemente con una pequeña manta de lana, que ella había tejido para la ocasión. La figura del Niño Jesús había sido realizada varios años atrás, por el mejor escultor del pueblo, obteniendo una gran fama en toda la provincia, por lo que el cura, Don Rosendo,  tenía cuidado de que la figura del Niño Jesús estuviese siempre bien protegida, a fin de que no sufriera ningún percance. Por dicho motivo, no paraba de decirle a María:

—¡María, cuida de que al Niño Jesús no le ocurra nada, protégelo con tu vida si fuera preciso… además, ahora eres su madre…!

—Descuide padre, así lo haré… —Respondió María, muy orgullosa.


Todos estaban en sus posiciones; el pesebre, con la mula y el buey, otorgaban el refugio necesario para que la Sagrada Familia no pasase frío, y el ángel anunciador, comunicaba la buena nueva a todos los presentes.

Y fue transcurriendo el tiempo; las gentes del pueblo y hasta las que habían llegado de otros lugares, pasaban por el pesebre, para postrarse ante el Niño Jesús, pues era tanta la sensación de realidad, que se quedaban maravillados ante tan tierna escena.

El día se había mostrado muy cargado de nubes amenazantes de lluvia pero, no sería hasta este momento, cuando ya se ocultaba el Sol, que los cumulonimbus empezaron a descargar como si de un diluvio se tratase. Apenas dio tiempo a avisar, y un torrente de agua y barro empezó a bajar por la ladera de la montaña.

Todos corrieron a refugiarse en lugares más seguros… ¿todos? No. María no se marchó del pesebre. No podía dejar a su Niño Jesús a merced del temporal, por lo que lo tomó en sus brazos y, arropándolo con su mantita salió del pesebre en busca de refugio. Pero ya era tarde. El torrente de agua bajaba a gran velocidad, arrastrando troncos, ramas, piedras y barro. María no pudo hacer nada más que abrazar al Niño Jesús con todas sus fuerzas y, cerrando los ojos, se encomendó a Dios.

Mientras tanto, en el pueblo, la gente comentaba el acontecimiento como algo totalmente inusual, nunca habían visto desencadenarse una tormenta tan terrible en tan corto espacio de tiempo.


El cura no tardó en preguntar:

—¿Dónde está la figura del Niño Jesús… y María dónde está…?


Todos se encogieron de hombros, nadie sabía responder.


—Juanito… tú estabas junto a María y el Niño —insiste el cura— ¿qué ha sido de ellos?
—Don Rosendo, verá… yo salí corriendo como todos… no vi nada más…


Inmediatamente, todos los vecinos del pueblo salieron en busca de María, pues se temía lo peor. La lluvia caía cada vez con mayor fuerza y los relámpagos iluminaban la zona con sus ráfagas.

Todos gritaban el nombre de María, con la esperanza de que la niña los oyese y pudieran rescatarla, pero parecía que a María se la hubiese tragado la tierra. La oscuridad de la noche complicó aún más la búsqueda, haciendo imposible continuar, por lo que se decidió esperar a la mañana siguiente para reanudarla.

El día amaneció frío y con niebla, las expectativas de que la niña hubiese sobrevivido a la gran tormenta eran casi nulas, pero había que proseguir con la búsqueda y encontrarla.

Después de recorrer todo el tramo del torrente, se fueron dispersando para abarcar un mayor espacio de terreno. Las ramas rotas y los troncos caídos dificultaban el avance y la búsqueda. Había que apartarlos para poder proseguir, a la vez que mirar de que no se hubiese quedado atrapada bajo alguno de los viejos troncos arrastrados por el agua del torrente.


Don Rosendo estaba visiblemente afectado, pues no en vano recordaba el aviso que le dio a la niña:

 “¡María, cuida de que al Niño Jesús no le ocurra nada, protégelo con tu vida si fuera preciso… además, ahora eres su madre…!

—¡Si no le hubiese dicho nada, quizás ahora estaría bien… yo tengo la culpa! —se decía para sí, una y otra vez.



Casi sin darse cuenta, Don Rosendo, llegó hasta el estanque en el que María decía que había visto a las Hadas del bosque y, sobreponiéndose a su desdicha, suspiró: 

—Sí de verdad existen las hadas, que traigan a María sana y salva…


El silenció se acentuó en el bosque, parecía como si se hubiese hecho la nada… todo estaba en calma. ¿Todo? No. Don Rosendo empezó a escuchar una voz de niño… como si estuviese hablando con alguien, pero no podía ver de quien se trataba. Así que siguió caminado en la dirección de la voz… hasta que…

—¡Oh no es posible! —exclamó el cura.

Allí estaba María, sentada sobre una roca, hablando con alguien que Don Rosendo no podía ver, mientras sujetaba en sus brazos al Niño Jesús.


—¡María, María…! —Gritó el cura— ¿Estás bien María…?
—Sí padre, precisamente estábamos hablando de usted…
—¿De mí… con quién…?
—Pues con el Hada del bosque y el Niño Jesús… ¿No los ve padre…?
—Sí tú lo dices es así hija…, te creo, porque ahora sé por qué eres tan especial.



Don Rosendo no los veía con los ojos… pero ya no volvió a dudar jamás de que las hadas existen y de que la fe, realmente mueve montañas.



© José Luis Giménez

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