jueves, 29 de diciembre de 2016

El comerciante de amor (Cuento de Navidad)



Un rico comerciante acudió al mercado central a comprar cientos de kilos de amor. Pensó que sería un buen negocio vender el amor a peso, pues la gente estaba muy necesitada de amor y al poderlo adquirir en su comercio, lo haría ser aún mucho más rico.

Se acercó al vendedor mayorista y le preguntó a cuánto estaba el kilo de amor, pues quería comprarle todas sus existencias.

El mayorista le indicó que el amor no se vendía a peso, pues era imposible pesarlo o medirlo, aunque sí le podría vender varios tarros llenos de amor que aún le quedaba en existencia, advirtiéndole de que antes de abrir cada frasco, debería leer cuidadosamente las instrucciones que lo acompañaba.

El comerciante aceptó la oferta y adquirió la totalidad de los frascos de amor que tenía el mayorista, regresando muy contento a su comercio, pues pensó que iba a hacer el negocio del siglo con la venta de aquellos frascos de amor.

Nada más anunciar la venta de los frascos de amor en su establecimiento, la gente acudió en masa a adquirir uno, pues casi todos estaban necesitados de amor. Pero el precio de venta era tan elevado, que tan sólo unos pocos ricos pudieron comprar los frascos.

El banquero adquirió varios frascos, pues necesitaba ser amado sinceramente por sus hijos, a quienes les había inculcado desde muy temprana edad la prioridad en la acumulación de dinero por encima de todo, lo que a la larga provocó que no sintieran por su padre más que el interés que despertaba en ellos su herencia.

El alcalde, el notario, el juez, el alguacil, y todos aquellos que tenían capacidad para adquirir un frasco así lo hicieron, regresando contentos a sus casas, con la intención de sacar el máximo provecho económico al fabuloso frasco de amor.

 La venta de los frascos de amor fue todo un éxito, tan sólo se quedó un único frasco sin vender.

Al día siguiente, todos los compradores de los frascos de amor se agolpaban a las puertas del comercio, reclamándole al comerciante el valor que habían pagado por un frasco de amor que no hizo los efectos para los que había sido adquirido.

Ante las amenazas por parte del alcalde, el juez, y demás autoridades allí presentes, de acusarlo y querellarse contra él por estafa, el comerciante accedió a devolver a cada uno de ellos lo pagado, añadiendo la indemnización exigida por éstos en concepto de daños y perjuicios.

¡Aquello supuso la ruina total del comerciante! Por lo que totalmente desmoralizado, decaído y cabizbajo, abandonó el lugar, no sin antes repartir lo poco que aún quedaba en el establecimiento entre las gentes más pobres del lugar, ya que era Navidad y pensó que por lo menos ayudaría a alguien.

Mientras las gentes humildes tomaban y se repartían lo que necesitaban del establecimiento, el comerciante se dirigió al puente que cruzaba el río, ya en las afueras del pueblo. Ya nada le retenía en este mundo, no sentía amor por nada, por lo que decidió quitarse la vida lanzándose al río desde aquel puente.

Ya estaba subido al muro del puente, dispuesto a lanzarse al río cuando, una voz infantil, llama su atención:

–– Señor… señor… espere por favor…

El comerciante, algo extrañado por la llamada del niño, se giró sobre sí y prestó atención a lo que aquél niño le tenía que decir.

–– ¿Qué quieres de mí, muchacho… -le requirió el comerciante.
–– Sólo quería darle las gracias por haber salvado a mi familia…
–– ¿Salvar a tu familia… qué dices chico…? ¡Yo nunca he salvado a nadie en mi vida!
–– Pues hoy sí lo ha hecho, señor… nos ha salvado de morir de hambre. Hacía varios días que no podíamos comer nada, a mi padre lo despidieron de la Hacienda del Señor Conde hace ya tres meses, y no ha podido encontrar otro trabajo. El banquero embargó nuestra pequeña casa, pues no pudimos pagar la cuota de la hipoteca, el alcalde nos puso una multa por no pagar los impuestos y se llevaron las dos gallinas que nos daban huevos, mi madre cayó enferma, pues trabajaba todos los días desde que salía el Sol hasta que se ponía, limpiando en las casas del señor notario, del juez, del alguacil… por lo que hacía días que tampoco pudo conseguir darnos de comer… y ahora, cuando todo parecía no tener solución, usted nos ha salvado…

–– No te entiendo muchacho, ¿cómo os he podido salvar si yo no he hecho más que dejar lo poco que quedaba en las estanterías del comercio para que lo tomasen los más necesitados?

–– Pues por eso mismo señor… la verdad es que no quedaba mucho por repartir, pero yo encontré un frasco… al principio no le di importancia, pues parecía vacío, pero en su etiqueta ponía: “Amor” y seguí leyendo las instrucciones que venían escritas en la parte trasera del frasco:

“Abrase sólo en caso de extrema necesidad, cuando lo más importante sea el bienestar de la persona a la que se le vaya a aplicar. Nunca abrir por ansia de poder, ni por egoísmo; pues sus efectos desaparecerán”.

“Contiene tantas dosis como el usuario sea capaz de compartir con amor”.

–– ¡Pero si todos los que me compraron el dichoso frasco han vuelto reclamando su dinero y hasta les he tenido que indemnizar para no ir a la cárcel por estafa! ¿Cómo dices que contigo ha funcionado bien?

––Porque no han leído las instrucciones señor; no han hecho servir el frasco de amor para lo que estaba previsto… mire, venga y acérquese, por favor, huela su aroma…

Así lo hizo el comerciante e, instantáneamente, su faz cambio de semblante. Abrazó al pequeño fuertemente, mientras repetía una y otra vez: ¡gracias Dios mío, gracias…!

Cuentan que, años después, el joven muchacho y el comerciante consiguieron hacer una gran fortuna, vendiendo todo lo que los habitantes necesitaban a un precio justo, y otorgando siempre crédito sin intereses, para que todos pudiesen cubrir sus necesidades.


© José Luis Giménez

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