viernes, 23 de diciembre de 2016

El hombre más rico del mundo (Cuento de Navidad)




Había una vez un hombre muy pobre y sencillo, casi nunca tenía en su despensa más que la comida que iba a consumir en el día, pues él pensaba que la comida es un regalo de la Naturaleza y no hay que desperdiciarlo dejando sobras que otros podrían aprovechar. Por eso, únicamente comía lo necesario, sin excesos, y siempre cuidando de que fuese aquello que la Madre Naturaleza ponía a su disposición.

Es por ello que apenas poseía ropas, y lo poco que poseía siempre lo compartía con sus mejores amigos: los animales del bosque.

Aquel invierno fue más duro de lo habitual, muchos animales morían por el intenso frío, así como de hambre, por no tener un refugio apropiado ni comida para alimentarse. Para agravar el panorama, se desató una terrible tormenta de viento y nieve, que hacía imposible poder permanecer con vida en la intemperie o fuera de un refugio.

El pobre anciano, no sabía qué hacer, cómo ayudar a sus amigos, los animales del bosque; así que sólo se le ocurrió ir en busca de todos aquellos animales que estaban a la intemperie, pasando un terrible frío y muriéndose de hambre, y los introdujo en su humilde cabaña que, aunque era muy pequeña, habría suficiente espacio para cobijarlos a todos los pequeños animales, mientras durase la terrible tormenta.

Cuando ya hubo ubicado a casi todos los animales que él conocía del bosque, se percató de que le faltaba la pequeña Lyli, su pequeña amiga ardilla, aquella que compartía con él las nueces que recogía del nogal. Algo en su interior le decía que su amiga Lyli estaba en peligro. No era normal que ella precisamente no hubiese acudido a refugiarse en su cabaña, por lo que decidió ir en su búsqueda, a pesar de la fuerte tormenta que se había desatado.

El anciano anduvo casi arrastrándose y sujetándose a las ramas de los grandes árboles que parecían ayudarle en su avance casi imposible, a causa de la gran fuerza del viento que incluso llegaba a derribar a los árboles más viejos. Nunca se había visto una tormenta igual. Parecía que se iba a acabar todo en ese instante.

Pero el anciano sacó fuerzas de donde no las había, y consiguió llegar hasta el nogal donde sabía que vivía su amiga Lyli. ¡El nogal había caído al suelo, tirado por el fuerte viento! El anciano corrió hasta el hueco donde sabía se encontraba el nido de la ardilla, pero éste estaba tapado por la tierra. ¡El viento tiró al nogal de tal manera, que la entrada del nido quedó justo debajo, tapada por el suelo!

—¡Lyli, Lyli…! —Gritaba el anciano. Pero Lyli no respondía.

Temiendo lo peor, el anciano empujó el tronco del árbol caído y sacando una fuerza sobrenatural, consiguió dejar expedita la entrada del nido. Allí estaba Lyli, agonizando… había intentado proteger a sus dos crías, intentó evitar que al caer el árbol, éstas cayeran al exterior del nido y sufrieran daños, por lo que se puso delante de la entrada, para amortiguar el golpe a sus crías.

—¡Gracias a Dios que has venido, querido amigo! —le dijo Lyli, con voz muy débil al anciano— No podía morirme sin saber que mis crías estarían a salvo. Ahora sé que tú las protegerás como siempre hiciste conmigo…

Lyli no pudo seguir, sus fuerzas habían soportado más de lo que cualquiera habría podido soportar, y su corazón dejó de latir.

El anciano no pudo reprimir las lágrimas, y tomando a las dos crías en su pecho, le prometió a Lyli que cuidaría de ellas con su propia vida.

Poco imaginaba el anciano que esa promesa se iba a cumplir casi de inmediato, pues al poco de recorrer el camino de regreso a su cabaña, y cuando iba a cruzar el puente que atraviesa el torrente, una gran avalancha de agua y nieve cayó sobre ellos, llevándolo abruptamente río abajo, hasta que logró asirse a un viejo tronco que se había quedado atascado entre dos rocas del río.

El anciano estaba mal herido, pues los golpes recibidos por las piedras y la nieve, habían causado graves heridas en su cabeza y extremidades, por lo que apenas tuvo fuerzas para asirse al tronco del árbol, e intentar resguardar a las crías de su amiga Lyli con su propio abrigo.

A la mañana siguiente, el Sol salió resplandeciente, como si no hubiese ocurrido la gran tormenta que asoló el bosque la tarde anterior. Los animales que habían pernoctado en la cabaña del anciano salieron alegres al exterior, buscando a éste, para agradecerle su solidaridad con ellos.

No pudieron encontrarlo. Parecía que se lo había tragado la tierra. Pero no pasó mucho tiempo hasta que, unos castores, avisaron a los animales del bosque lo que acababan de encontrar: el anciano había muerto de frío, custodiando los cuerpos de las crías de su amiga, la ardilla Lyli.

Inmediatamente todo el bosque se movilizó, la lechuza voló rauda a avisar a los animales que vivían más alejados del lugar, el ciervo corrió en busca de sus parientes y hasta los pajarillos más pequeños acudieron al lugar donde se encontraba el cuerpo inerte del anciano, para velarlo hasta que llegasen todos.

Aquella desgracia entristeció a todos los animales del bosque sin excepción, todos, absolutamente todos, acudieron al lugar donde se encontraba el cadáver del anciano, y entre todos, lo llevaron hasta un lugar que los animales consideraban sagrado.

La lechuza, haciendo gala de sus conocimientos, hizo un responso muy sentido, recordando todo lo que el anciano había hecho por ellos. Y propuso que cada especie del bosque a partir de entonces, hiciese algo en recuerdo del anciano.

La propuesta fue aprobada por todos, incluido el viejo cuervo, que nunca fue partidario de participar en nada. Ahora estaban todos de acuerdo, y fue así como el Jilguero compuso un canto cada mañana, para darle los buenos días al espíritu del anciano, pues los animales saben que los buenos espíritus siempre están con nosotros. El ciervo, le llevaba cada día algunas flores al lugar sagrado donde reposaban los restos del anciano; las ardillas le dejaban nueces, bajo el tronco del gran árbol donde fueron colocados sus restos; los castores cuidaban de que la tumba siempre estuviese limpia de maleza y, en definitiva, todos y cada uno de los animales del bosque, hacían alguna cosa en conmemoración del anciano.

Aquél pobre y sencillo hombre, que nunca quiso amasar riquezas, ahora era el hombre más rico del mundo, pues todos los animales del bosque estaban dispuestos a compartir con él todo lo que poseían.

La mayor riqueza que nadie puede acumular jamás, no está en el oro, ni en el dinero, o en los bienes materiales; está en el reconocimiento y la amistad ganada a los demás con nuestros hechos cotidianos.


 José Luis Giménez

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