sábado, 31 de diciembre de 2016

La reflexión



Un buen día, Dios, se puso a reflexionar, pues se sentía abatido. A pesar de haber puesto todo su corazón en la creación del Ser humano, éste no estaba actuando como él esperaba. Se culpaba a sí mismo de haberle otorgado el raciocinio y el libre albedrio, pues en vez de utilizarlo únicamente para hacer el bien, lo estaba utilizando para subyugar y esclavizar tanto a los demás animales de la Creación, como al propio Hombre.

Estaba decidido a deshacer su gran obra, pues él no había creado al Hombre para que éste fuese el esclavo de sí mismo, sino el complemento de Dios, la parte material y física que precisaba para poder experimentar en la Tierra.

Se dijo para sí, "haré que una gran hecatombe acabe con toda la humanidad, pues no han correspondido tal como se esperaba de ellos". 

Mientras estaba pensando cómo y cuándo llevar a cabo la extinción del Hombre, se le acercó un ángel muy joven, que acababa de visitar la Tierra, pues había sido invocado por un niño, el cual le ofreció su propia vida, a cambio de salvar a su madre de una grave enfermedad que estaba a punto de producirle la muerte.

—Dios…, —le dijo el ángel— ¿he de aceptar la vida de un niño inocente, que la ofrece para salvar a su madre… que está a punto de fallecer a causa de una grave enfermedad?

Dios miró al joven ángel y le preguntó:

—¿Quién es ese niño que te ha ofrecido su propia vida a cambio de la de su madre…?
—Es aquél niño que nació ciego, Señor… y al que su madre le contaba cómo era todo lo que sus ojos no podían ver…

Dios se quedó pensativo y no pudo evitar derramar unas lágrimas. Había sido Él precisamente, quien decidió que ese niño naciera ciego, para ver hasta qué punto era capaz de ver lo más hermoso de la vida.

Miro de nuevo al ángel y le dijo:

—Ese niño me ha dado la respuesta que buscaba. Baja de nuevo a la Tierra y acepta su trato, a cambio de que su madre viva, él dedicará toda su vida a cuidar de la Tierra, será justo y guiará a los que aún siguen ciegos, para que puedan ver, como él ahora ve.

El ángel bajó  a la Tierra y cumplió lo ordenado por Dios, devolviéndole la vista al niño ciego y curando a su madre de la grave enfermedad. El niño se convirtió en un gran sabio, que ayudaba a los demás a encontrar el camino correcto de la vida y, Dios…, Dios, se dio cuenta de que, a veces, no hay que precipitarse en juzgar a nadie y concederle siempre una segunda oportunidad.


 © José Luis Giménez

El valor de la derrota




Había una vez un rey que se vio en la disyuntiva de elegir al comandante en jefe de su ejército; pues un país vecino le acababa de declarar la guerra y, al no tener prevista dicha situación, ya que era un rey pacífico que rehusaba la violencia, no se había preocupado de nombrar al Ministro de la Guerra.

A tal efecto, mandó llamar a todos sus asesores, pidiéndoles consejo sobre quién debería ser elegido para trascendental cargo.

Al momento, los asesores más jóvenes, corrieron a mencionar a los más prestigiosos militares que acababan de salir de la academia militar, con las máximas graduaciones y recomendaciones de sus respectivos generales, pues dichos asesores coincidían en que el nuevo comandante debería ser alguien joven, preparado y con conocimientos de las nuevas armas y tácticas de guerra.

El rey escuchaba a todos y cada uno de sus asesores… hasta que fijó su atención en el más anciano de ellos. Viendo que éste no había dicho nada al respecto, le preguntó:

—¿Y tú qué opinas sobre lo de elegir al comandante del ejército… debe ser joven, preparado y con conocimientos de las nuevas tácticas de guerra, como opinan tus colegas…?
—Majestad… yo coincido con mis colegas en que la juventud, preparación y conocimiento de las nuevas tácticas de guerra son imprescindibles… pero…
—¿Pero qué…? —preguntó el rey.
—Pues que ninguno de los militares sugeridos han luchado aún en batalla alguna, ninguno ha ganado una batalla, ninguno la ha perdido…
—Sí, eso es cierto… —comentó el rey— pero ya sabes que, cómo hace decenas de años que dejamos de tener guerras con otros países, los únicos militares que quedan en activo ya son mayores… creo que están a punto de retirarse… ¿no es cierto chambelán? —le preguntó al mayordomo de palacio.
—¡Cierto Su Majestad! —respondió raudo el mayordomo— Actualmente sólo está en activo el General que actualmente dirige la Academia Militar…
—¿Pero ese general no fue el que nos llevó a la derrota en la última guerra que tuvimos…?
—Sí, Mí Señor, había sido el militar más brillante de toda la Historia de nuestra nación, hasta que perdió la última batalla… ¡fue una gran tragedia!
—Sí me lo permitís, Su majestad… —intervino el anciano asesor— ¡ese es vuestro hombre!
—¿Quieres decir que el hombre que fue derrotado por nuestro mayor enemigo, es el que ahora nos va a salvar de su invasión? —increpó el rey.
—Señor, yo no sé si esta vez nos va a salvar del invasor y ganará la batalla final —respondió el anciano—, pero no tengo la menor duda de que, si alguien conoce mejor que nadie las virtudes y los fallos del enemigo, ese es el general que fue derrotado por dicho enemigo. Estoy convencido de que, durante todo este tiempo, el General ha estado reflexionando el motivo de su derrota, el exceso de confianza y superioridad que le hizo desatender aspectos en apariencia poco importantes que fueron los que realmente causaron su derrota. Él ha aprendido la lección. Si a todo eso, le acompaña un buen equipo de jóvenes militares muy preparados y conocedores de las nuevas tácticas de guerra, creo sin temor a equivocarme, Mi Señor, que estaremos bien defendidos.
—¡Pues que así sea! —respondió el rey.

El anciano General fue nombrado el Comandante en jefe del ejército, ayudado por los jóvenes militares mejor preparados del país; y la guerra del invasor, apenas duró el tiempo en llevar a cabo la primera batalla, que también fue la última, pues el general había aprendido de sus errores y además, supo beneficiarse de la agilidad, juventud y preparación de sus ayudantes.

El rey se sintió muy satisfecho por la forma en como se había desarrollado todo, otorgando el título de “Gran Dignidad y Sabiduría” a su anciano asesor y al General comandante de sus ejércitos.


© José Luis Giménez 

viernes, 30 de diciembre de 2016

Dios y el diablo



Estaba Dios y el diablo dialogando entre ellos. Dios le decía al diablo que confiaba en el Hombre, pues le había insuflado una parte de él en lo más profundo de su interior, y por tanto, cuando el Hombre sintiese la necesidad de conversar  o sentir a Dios, sólo tendría que dirigirse a su interior.

El diablo no hacía más que sonreír cada vez que escuchaba a Dios hablar tan benevolentemente del Hombre.

—Te apuesto el alma del Hombre a que consigo que no se acuerde de ti en apenas tres generaciones… —le dijo el diablo a Dios.
—Sabes que no me gusta apostar Satanás, pero aceptaré tu desafío si, a cambio, en el caso de que pierdas, dejas de tentar al Hombre.
—¡Trato hecho! —respondió el diablo, mientras se frotaba las manos.
—Bien, pues que empiece el combate con esta generación… —asintió Dios.

Nada más dar comienzo el reto, el diablo se las ingenió para que los hombres empezasen varias guerras y luchas entre ellos. Los hizo envidiosos, los cegó con la avaricia y los embriagó de egoísmo.

Se introdujo en las principales religiones, para engañar más fácilmente al hombre que buscase a Dios en los templos e iglesias; se alió con los más poderosos y avaros, para manipular a los políticos que deberían dirigir el país y hacerlos totalmente corruptos e insolidarios. Y en definitiva, buscó todas las formas posibles de distraer al Hombre; para lo que ayudó a crear unos aparatos llamados televisión, donde aparecían ciertos individuos carentes de toda moral, enfrascados en discusiones y debates estériles, mostrando mentiras como si fuesen verdades, confundiendo al Hombre para que prefiriese el error a la virtud y, en definitiva, para que la máxima aspiración del Hombre fuese acaparar dinero y poder.

Conforme pasaba el tiempo, el diablo sonreía más y más. Su carcajada de éxito se podía oír en los confines del Universo. A pesar de que aún no habían pasado más que dos de las tres generaciones, ya estaba seguro de su victoria. Sólo le faltaba acabar la última generación, y el alma del Hombre sería suya para toda la Eternidad.

En realidad, parecía que todo estaba a favor del diablo. El Hombre ya no sólo no se acordaba de Dios, sino que se alejaba de todo lo que supusiese bondad, solidaridad, respeto, tolerancia… Se había convertido en una especie de autómata, sin alma ni consciencia…
¡Consciencia… eso es! —se dijo Dios para sí. Haré que el Hombre despierte a su Consciencia…

Y empezó a insuflar el aire divino que despierta las consciencias… uno a uno, Dios fue insuflando ese aliento divino, pero cuanto más intentaba que el Hombre despertase su Consciencia, el diablo más se empeñaba en crear discusiones, en manipular la verdad y en confundir la mente del Hombre. Así que Dios decidió que, para despertar la Consciencia sin que el diablo pueda interceder en la mente humana, necesitaría hacerlo a través del corazón.

Así que fue buscando aquellos corazones que más habían sufrido en la vida, aquellos corazones rotos… aquellos que más sabían de amor, pues un corazón que ha sufrido por amor, sabe mejor que nadie lo que significa y, sobre todo, ha tomado Consciencia, ha despertado a su Consciencia.

Ahora Dios confiaba en el corazón consciente del Hombre, pues sabía que, a pesar de las artimañas del diablo, haciendo sufrir al más noble de los seres humanos, el Hombre sabría que el camino más corto para llegar a Dios no es el más cómodo, sino el más difícil.

Aún no se ha acabado esta tercera generación. Ahora tú puedes formar parte de los que han despertado su Consciencia. Esta es la misión de los que están del lado de Dios.

© José Luis Giménez 

El sabio




Había una vez un anciano sabio, el cual era muy respetado por toda su comunidad, pues siempre aconsejaba acertadamente a todo aquél que acudía a pedirle consejo.

Un día, mientras se encontraba sentado sobre una roca, en frente de un cruce de caminos, aparecieron tres caminantes, los cuales, al verlo, le preguntaron:

—Buenos días, buen hombre… estamos buscando el camino que conduce hasta la cabaña de la cima, pues dicen que allí se encuentra un gran sabio… pero vemos que aquí, en este cruce, se bifurcan los caminos y no indica cual es el que lleva hasta la cima ¿Podría indicarnos el camino…?

—¿Para qué queréis ir hasta ese lugar…? —inquirió el sabio.

—Es que nos han dicho que ese gran sabio lo conoce todo… y queremos pedirle que nos diga lo que ha de suceder en nuestros dominios, pues cada uno de nosotros somos reyes de otros tantos reinos, y últimamente, el Pueblo, se muestra muy alterado y disconforme con nuestro gobierno…
—¿Y para qué queréis conocer lo que ha de acontecer…?
—Para tomar medidas represivas y que no nos coja desprevenidos…
—Entonces da igual el camino que toméis…
—¿Acaso todos los caminos conducen a la cima…? —replicó uno de los reyes.
—No, lo que quiero decir, es que de acuerdo a vuestras intenciones, no necesitáis que el sabio os diga lo que va a suceder… eso lo adivina cualquiera…
—Entonces, si eso lo adivina cualquiera… ¿decidnos… qué crees que va a suceder…?
—Sucederá todo eso que teméis y mucho más… pues un Pueblo no se merece tener a un rey o gobierno, que únicamente se preocupa en conocer cómo debe reprimir a su Pueblo en momentos de crisis… Y un rey déspota, tampoco se merece reinar a ningún Pueblo.
—¿Y qué nos aconsejaríais… si fueseis ese sabio…?
—Si yo fuese ese sabio… os aconsejaría daros la vuelta y regresar por donde habéis venido, que anduvieseis varios días por las calles de vuestro Pueblo, que convivieseis con ellos el día a día… y al cabo de muy poco tiempo, conoceríais la solución a todos vuestros problemas… Sí así lo hacéis, y sois capaces de actuar en consecuencia, entonces, habréis demostrado ser merecedores de ser su gobernante. Si no lo hacéis, no hace falta que vayáis a preguntarle al sabio, pues ya os he dicho la respuesta.

Los tres reyes se despidieron del anciano, sin saber que era el gran sabio al que querían preguntar, pero decidieron tomar cada uno el camino de regreso a sus dominios, confiando en que serían capaces de hallar la respuesta.


© José Luis Giménez

jueves, 29 de diciembre de 2016

Las enseñanzas




Las enseñanzas, por muy bien expuestas que estén, no siempre consiguen sus objetivos: evitar un daño mediante el aviso, o servir de guía en aspectos difíciles y complicados de la vida.

En la historia que voy a narrar a continuación, la mejor enseñanza, fue el modo en que se tomó consciencia del error cometido.

Había una vez un padre muy bondadoso, el cual se había quedado viudo a causa de la muerte de su esposa en el momento en que dio a luz a su primer hijo, motivo por el que se volcó totalmente en la educación de su primogénito. Amaba tanto a su único hijo que, cada día,  le explicaba las diferentes situaciones por las que se podría encontrar en la vida, aportándole los diferentes consejos que él consideraba debería realizar llegado el momento.

El padre, veía como su hijo iba creciendo y actuando correctamente, según él mismo le había inculcado. Pocas veces tuvo que imponerle un castigo pero, cuando el padre lo creyó necesario, su hijo fue castigado; a fin de que aprendiese “la lección”.

Un día el padre tuvo que ausentarse de su casa, pues sus negocios en el extranjero reclamaban su atención, así que llamó a su hijo y le dijo:

—Alberto… hijo mío, no tengo más remedio que ausentarme durante unas semanas, para resolver un problema que ha surgido en otro país donde había exportado mis mercancías. Te dejo a cargo de la casa, pues es todo lo que tenemos y confío en que sabrás actuar correctamente, tal como te he inculcado.
—Sí, padre, descuida, márchate tranquilo, que sabré cuidar de nuestra casa.

El padre se marchó tranquilo, confiando en que su hijo sabría actuar correctamente y cuidar de la casa.

Al cabo de unos días, cuando Alberto se hallaba adquiriendo víveres en el colmado del pueblo, se encuentra con unos conocidos de éste, que había visto alguna vez por el lugar. Le dicen que están comprando bebidas para una gran fiesta que están organizando y que por qué no se va con ellos. El muchacho duda por unos instantes, pues hacía mucho tiempo que no había salido con otros chicos a divertirse, pero recuerda las palabras de su padre y les dice que no puede ir con ellos, pues a pesar de que le gustaría ir, tiene que cuidar de la casa, ya que su padre está de viaje.

Los otros muchachos se miran unos a otros… comprenden que es una buena ocasión para organizar la fiesta en casa de Alberto, e insisten diciéndole que había una manera de poder asistir a la fiesta sin dejar de cuidar de la casa.

—¿Ah sí? ¿Cómo puedo estar en la fiesta y cuidar de la casa a la vez?

—¡Pues muy sencillo… —responde el que parecía ser el cabecilla del grupo— hacemos la fiesta en tu casa…

—No, no… —responde Alberto— a mi padre no le gustaría… 
—¡No seas gallina…! —le inquiere el cabecilla— tu padre no se va a enterar, además… vendrá Isabel, aquella chica que te gusta tanto…

Al oír el nombre de Isabel, a Alberto le cambió el semblante. Esa chica le había robado el corazón, pero debido a su timidez, Alberto, nunca se atrevió a declararle su amor, a pesar de que su actitud con ella era tan evidente, que todos se habían dado cuenta de los sentimientos de Alberto hacia Isabel.
—Está bien… —dijo Alberto con voz entrecortada— pero me tenéis que prometer que no estropearéis nada…

Los chicos se miraron y sonrieron mutuamente; el plan de Isabel había funcionado.

—¡Muy bien Alberto! —dijo el cabecilla— verás que bien lo vamos a pasar… iremos a tu casa dentro de dos horas, danos tiempo para avisar al resto… ¡y a Isabel, claro, jejeje…!

Alberto se marchó a su casa, ilusionado por un lado, por saber que iba a ver a Isabel, y quizás en esta ocasión podría declararle su amor, pero preocupado por otro, pues sabía que su padre le había advertido de los peligros de llevar a desconocidos a casa, ya que al fin de cuentas, sólo los conocía de haberlos visto en el pueblo.

Y llegó el momento, apenas habían transcurrido las dos horas, cuando el hall de su casa se llenó de chicos y chicas que habían venido a la fiesta.

El cabecilla del grupo venía acompañado de Isabel, y nada más llegar ante Alberto, se presentó diciéndole:

—¡Hola Alberto! Mira quien ha venido a tu fiesta…

—¡Hola Alberto! —Dijo Isabel, a la vez que mostraba una amplia sonrisa.

—Hola Mikel, hola Isabel… —respondió Alberto, con su característica media voz.


A partir de ese momento, Alberto ya no tenía ojos para nada más que para Isabel. Parecía como si nada de lo que sucedía a su alrededor le importase. Y así transcurrieron las horas… hasta que, sin saber cómo, entró en un profundo sueño.

Alberto no podía sospecharlo pero, en realidad, lo que querían esos chicos no era hacer una fiesta en su casa, sino aprovechar la ingenuidad de Alberto y el hecho de que no estaba su padre, para saquear la casa.

Cuando Alberto despertó al día siguiente, el fuerte dolor de cabeza que sentía apenas le permitía recordar lo ocurrido el día anterior, era como si se hubiese emborrachado y hubiera perdido el conocimiento.

Pero eso no sería lo peor. Cuando consiguió situarse, miró a su alrededor y observó horrorizado como su casa estaba completamente vacía… únicamente un par de sillas rotas y algunos restos de muebles que aún podían reconocerse, era todo lo que habían dejado en la casa.

—¡No puede ser, no puede ser…! —Repetía una y otra vez Alberto, mientras se llevaba las manos a la cabeza.

—¿Qué le voy a decir a mi padre cuando vuelva…?


Tanta era la impotencia que sintió Alberto, que lo único que pudo hacer fue llorar y llorar… Y así estuvo durante horas, hasta que tomó una decisión… decidió marcharse de allí y buscar un trabajo, para poder reunir el dinero suficiente hasta poder regresar y devolverle a su padre todo lo que le habían robado.

Pasaron los años y Alberto nunca olvidó la promesa que se hizo a sí mismo. Cuando llegó el momento en que creía que ya había reunido el suficiente dinero como para devolverle a su padre todo lo que le robaron, regresó a su pueblo, a la casa de su padre, pero allí ya no vivía su padre. Le atendió un amable matrimonio quien le contó a Alberto lo único que sabían del dueño anterior.

—Verás muchacho —le dijo el hombre de la casa— nosotros vinimos a este pueblo hace ahora 10 años y le compramos esta casa a un hombre que estaba enfermo, llevaba más de cinco años buscando a su hijo, que había desaparecido sin dejar rastro alguno, y ya sólo le quedaba la casa por vender para conseguir el dinero que le permitiese seguir buscando a su hijo. Realmente nos impresionó mucho ver cuánto amaba ese padre a su hijo.

—¿Saben dónde está ahora ese hombre…? —preguntó Alberto, con lágrimas en los ojos.

—Sí, —respondió el hombre— pero desgraciadamente ya no podrá contarte nada, hace un mes que murió… unos dicen que fue por estar muy débil… pero yo creo que se murió de pena. Está enterrado en el cementerio que hay junto a la iglesia del pueblo.


Alberto había tardado más de diez años en darse cuenta de que lo más importante en la vida no es actuar como quieren los demás; para así agradarles. Lo más importante, es estar siempre al lado de la persona que amamos, sin importar el coste material, pues lo material es caduco y su valor es efímero, mientras que el amor nunca desaparece, por muy complicada que sea nuestra vida.


© José Luis Giménez

Concédete un deseo… (Cuento de Navidad)



Hace mucho, mucho tiempo… que las hadas del bosque encantado dejaron de aparecerse a todo el mundo. Ya no era posible verlas danzar sobre el resplandor de la Luna en el agua del estanque, o revolotear junto a las luciérnagas en las noches de verano. Y lo que aún era peor… ya casi nadie creía en ellas.

Hablar de hadas y duendes era un tema reservado únicamente para gente poco seria, muy dada a la fantasía… tal como afirmaba Don Rosendo, el cura párroco del pueblo.

Pero María no pensaba así, ella sabía muy bien que las hadas sí existían, a pesar de lo que dijera el cura en sus sermones del domingo, pues no en vano, había sido testigo de la presencia de una de ellas junto al estanque, mientras la contemplaba completamente absorta.

María era una niña muy especial, como le decía su madre, pues algunas malas lenguas se reían de la joven, aludiendo que, a sus 12 años de edad, era algo “corta de luces”; pues siempre estaba ensimismada contemplado la Naturaleza como si no existiese nada más importante que hacer, cuando las otras chicas de su edad ya andaban flirteando con los mozos del pueblo.

—¡Este año sí podré hacer de madre del Niño Jesús…! —se decía para sí misma María, pues hacía mucho tiempo que esperaba tener esa edad, para poder representar a la madre del Niño Jesús en el nacimiento viviente que se celebraba cada año por Navidad en el pueblo.

El párroco Don Rosendo, no las tenía mucho consigo, pues pensaba que María podría no estar preparada para interpretar al personaje de la Virgen, he intentó sutilmente hacer que la joven abandonara dicha idea. Pero María no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad, pues deseaba con todas sus fuerzas ser la madre del Niño Jesús, aunque sólo fuese por aquella Navidad.

Después de mucho insistir, y también a que no había más chicas de la edad de María que quisieran hacer el personaje de la Virgen en el nacimiento viviente, al cura no le quedó más remedio que aceptar a María para interpretar dicho papel.

—Está bien María…—dijo el cura con cierta resignación— Este año tú serás la Virgen María, la madre del Niño Jesús.

María estaba que no cabía en sí de alegría. ¡Por fin iba a ser la madre del Niño Jesús!

Todos estaban listos en sus puestos: los pastores, con las ovejas delante del portal; los leñadores, trayendo la leña sobre sus mulas; las lavanderas, con sus cestos llenos de ropa; pero sobre todo, a María sólo le importaba ver que el Niño Jesús se encontrase bien abrigado en su cuna de paja.

El personaje de San José, le tocó interpretarlo a Juanito, un joven de unos 14 años de edad, compañero de clase de María, y a quien no le hizo demasiada gracia compartir la representación con ésta pues, al igual como les sucedía a la mayoría de sus compañeros, veían a María como la niña “corta de luces”.

Pero a María no le importaba lo que pudieran decir o pensar sus compañeros de clase y la gente del pueblo. Ella iba a ser la madre del Niño Jesús, y eso valía más que todo lo que tuviese que soportar.


María se colocó en su lugar, junto al Niño, al que abrigaba constantemente con una pequeña manta de lana, que ella había tejido para la ocasión. La figura del Niño Jesús había sido realizada varios años atrás, por el mejor escultor del pueblo, obteniendo una gran fama en toda la provincia, por lo que el cura, Don Rosendo,  tenía cuidado de que la figura del Niño Jesús estuviese siempre bien protegida, a fin de que no sufriera ningún percance. Por dicho motivo, no paraba de decirle a María:

—¡María, cuida de que al Niño Jesús no le ocurra nada, protégelo con tu vida si fuera preciso… además, ahora eres su madre…!

—Descuide padre, así lo haré… —Respondió María, muy orgullosa.


Todos estaban en sus posiciones; el pesebre, con la mula y el buey, otorgaban el refugio necesario para que la Sagrada Familia no pasase frío, y el ángel anunciador, comunicaba la buena nueva a todos los presentes.

Y fue transcurriendo el tiempo; las gentes del pueblo y hasta las que habían llegado de otros lugares, pasaban por el pesebre, para postrarse ante el Niño Jesús, pues era tanta la sensación de realidad, que se quedaban maravillados ante tan tierna escena.

El día se había mostrado muy cargado de nubes amenazantes de lluvia pero, no sería hasta este momento, cuando ya se ocultaba el Sol, que los cumulonimbus empezaron a descargar como si de un diluvio se tratase. Apenas dio tiempo a avisar, y un torrente de agua y barro empezó a bajar por la ladera de la montaña.

Todos corrieron a refugiarse en lugares más seguros… ¿todos? No. María no se marchó del pesebre. No podía dejar a su Niño Jesús a merced del temporal, por lo que lo tomó en sus brazos y, arropándolo con su mantita salió del pesebre en busca de refugio. Pero ya era tarde. El torrente de agua bajaba a gran velocidad, arrastrando troncos, ramas, piedras y barro. María no pudo hacer nada más que abrazar al Niño Jesús con todas sus fuerzas y, cerrando los ojos, se encomendó a Dios.

Mientras tanto, en el pueblo, la gente comentaba el acontecimiento como algo totalmente inusual, nunca habían visto desencadenarse una tormenta tan terrible en tan corto espacio de tiempo.


El cura no tardó en preguntar:

—¿Dónde está la figura del Niño Jesús… y María dónde está…?


Todos se encogieron de hombros, nadie sabía responder.


—Juanito… tú estabas junto a María y el Niño —insiste el cura— ¿qué ha sido de ellos?
—Don Rosendo, verá… yo salí corriendo como todos… no vi nada más…


Inmediatamente, todos los vecinos del pueblo salieron en busca de María, pues se temía lo peor. La lluvia caía cada vez con mayor fuerza y los relámpagos iluminaban la zona con sus ráfagas.

Todos gritaban el nombre de María, con la esperanza de que la niña los oyese y pudieran rescatarla, pero parecía que a María se la hubiese tragado la tierra. La oscuridad de la noche complicó aún más la búsqueda, haciendo imposible continuar, por lo que se decidió esperar a la mañana siguiente para reanudarla.

El día amaneció frío y con niebla, las expectativas de que la niña hubiese sobrevivido a la gran tormenta eran casi nulas, pero había que proseguir con la búsqueda y encontrarla.

Después de recorrer todo el tramo del torrente, se fueron dispersando para abarcar un mayor espacio de terreno. Las ramas rotas y los troncos caídos dificultaban el avance y la búsqueda. Había que apartarlos para poder proseguir, a la vez que mirar de que no se hubiese quedado atrapada bajo alguno de los viejos troncos arrastrados por el agua del torrente.


Don Rosendo estaba visiblemente afectado, pues no en vano recordaba el aviso que le dio a la niña:

 “¡María, cuida de que al Niño Jesús no le ocurra nada, protégelo con tu vida si fuera preciso… además, ahora eres su madre…!

—¡Si no le hubiese dicho nada, quizás ahora estaría bien… yo tengo la culpa! —se decía para sí, una y otra vez.



Casi sin darse cuenta, Don Rosendo, llegó hasta el estanque en el que María decía que había visto a las Hadas del bosque y, sobreponiéndose a su desdicha, suspiró: 

—Sí de verdad existen las hadas, que traigan a María sana y salva…


El silenció se acentuó en el bosque, parecía como si se hubiese hecho la nada… todo estaba en calma. ¿Todo? No. Don Rosendo empezó a escuchar una voz de niño… como si estuviese hablando con alguien, pero no podía ver de quien se trataba. Así que siguió caminado en la dirección de la voz… hasta que…

—¡Oh no es posible! —exclamó el cura.

Allí estaba María, sentada sobre una roca, hablando con alguien que Don Rosendo no podía ver, mientras sujetaba en sus brazos al Niño Jesús.


—¡María, María…! —Gritó el cura— ¿Estás bien María…?
—Sí padre, precisamente estábamos hablando de usted…
—¿De mí… con quién…?
—Pues con el Hada del bosque y el Niño Jesús… ¿No los ve padre…?
—Sí tú lo dices es así hija…, te creo, porque ahora sé por qué eres tan especial.



Don Rosendo no los veía con los ojos… pero ya no volvió a dudar jamás de que las hadas existen y de que la fe, realmente mueve montañas.



© José Luis Giménez

El comerciante de amor (Cuento de Navidad)



Un rico comerciante acudió al mercado central a comprar cientos de kilos de amor. Pensó que sería un buen negocio vender el amor a peso, pues la gente estaba muy necesitada de amor y al poderlo adquirir en su comercio, lo haría ser aún mucho más rico.

Se acercó al vendedor mayorista y le preguntó a cuánto estaba el kilo de amor, pues quería comprarle todas sus existencias.

El mayorista le indicó que el amor no se vendía a peso, pues era imposible pesarlo o medirlo, aunque sí le podría vender varios tarros llenos de amor que aún le quedaba en existencia, advirtiéndole de que antes de abrir cada frasco, debería leer cuidadosamente las instrucciones que lo acompañaba.

El comerciante aceptó la oferta y adquirió la totalidad de los frascos de amor que tenía el mayorista, regresando muy contento a su comercio, pues pensó que iba a hacer el negocio del siglo con la venta de aquellos frascos de amor.

Nada más anunciar la venta de los frascos de amor en su establecimiento, la gente acudió en masa a adquirir uno, pues casi todos estaban necesitados de amor. Pero el precio de venta era tan elevado, que tan sólo unos pocos ricos pudieron comprar los frascos.

El banquero adquirió varios frascos, pues necesitaba ser amado sinceramente por sus hijos, a quienes les había inculcado desde muy temprana edad la prioridad en la acumulación de dinero por encima de todo, lo que a la larga provocó que no sintieran por su padre más que el interés que despertaba en ellos su herencia.

El alcalde, el notario, el juez, el alguacil, y todos aquellos que tenían capacidad para adquirir un frasco así lo hicieron, regresando contentos a sus casas, con la intención de sacar el máximo provecho económico al fabuloso frasco de amor.

 La venta de los frascos de amor fue todo un éxito, tan sólo se quedó un único frasco sin vender.

Al día siguiente, todos los compradores de los frascos de amor se agolpaban a las puertas del comercio, reclamándole al comerciante el valor que habían pagado por un frasco de amor que no hizo los efectos para los que había sido adquirido.

Ante las amenazas por parte del alcalde, el juez, y demás autoridades allí presentes, de acusarlo y querellarse contra él por estafa, el comerciante accedió a devolver a cada uno de ellos lo pagado, añadiendo la indemnización exigida por éstos en concepto de daños y perjuicios.

¡Aquello supuso la ruina total del comerciante! Por lo que totalmente desmoralizado, decaído y cabizbajo, abandonó el lugar, no sin antes repartir lo poco que aún quedaba en el establecimiento entre las gentes más pobres del lugar, ya que era Navidad y pensó que por lo menos ayudaría a alguien.

Mientras las gentes humildes tomaban y se repartían lo que necesitaban del establecimiento, el comerciante se dirigió al puente que cruzaba el río, ya en las afueras del pueblo. Ya nada le retenía en este mundo, no sentía amor por nada, por lo que decidió quitarse la vida lanzándose al río desde aquel puente.

Ya estaba subido al muro del puente, dispuesto a lanzarse al río cuando, una voz infantil, llama su atención:

–– Señor… señor… espere por favor…

El comerciante, algo extrañado por la llamada del niño, se giró sobre sí y prestó atención a lo que aquél niño le tenía que decir.

–– ¿Qué quieres de mí, muchacho… -le requirió el comerciante.
–– Sólo quería darle las gracias por haber salvado a mi familia…
–– ¿Salvar a tu familia… qué dices chico…? ¡Yo nunca he salvado a nadie en mi vida!
–– Pues hoy sí lo ha hecho, señor… nos ha salvado de morir de hambre. Hacía varios días que no podíamos comer nada, a mi padre lo despidieron de la Hacienda del Señor Conde hace ya tres meses, y no ha podido encontrar otro trabajo. El banquero embargó nuestra pequeña casa, pues no pudimos pagar la cuota de la hipoteca, el alcalde nos puso una multa por no pagar los impuestos y se llevaron las dos gallinas que nos daban huevos, mi madre cayó enferma, pues trabajaba todos los días desde que salía el Sol hasta que se ponía, limpiando en las casas del señor notario, del juez, del alguacil… por lo que hacía días que tampoco pudo conseguir darnos de comer… y ahora, cuando todo parecía no tener solución, usted nos ha salvado…

–– No te entiendo muchacho, ¿cómo os he podido salvar si yo no he hecho más que dejar lo poco que quedaba en las estanterías del comercio para que lo tomasen los más necesitados?

–– Pues por eso mismo señor… la verdad es que no quedaba mucho por repartir, pero yo encontré un frasco… al principio no le di importancia, pues parecía vacío, pero en su etiqueta ponía: “Amor” y seguí leyendo las instrucciones que venían escritas en la parte trasera del frasco:

“Abrase sólo en caso de extrema necesidad, cuando lo más importante sea el bienestar de la persona a la que se le vaya a aplicar. Nunca abrir por ansia de poder, ni por egoísmo; pues sus efectos desaparecerán”.

“Contiene tantas dosis como el usuario sea capaz de compartir con amor”.

–– ¡Pero si todos los que me compraron el dichoso frasco han vuelto reclamando su dinero y hasta les he tenido que indemnizar para no ir a la cárcel por estafa! ¿Cómo dices que contigo ha funcionado bien?

––Porque no han leído las instrucciones señor; no han hecho servir el frasco de amor para lo que estaba previsto… mire, venga y acérquese, por favor, huela su aroma…

Así lo hizo el comerciante e, instantáneamente, su faz cambio de semblante. Abrazó al pequeño fuertemente, mientras repetía una y otra vez: ¡gracias Dios mío, gracias…!

Cuentan que, años después, el joven muchacho y el comerciante consiguieron hacer una gran fortuna, vendiendo todo lo que los habitantes necesitaban a un precio justo, y otorgando siempre crédito sin intereses, para que todos pudiesen cubrir sus necesidades.


© José Luis Giménez

La magia de la Navidad (Cuento de Navidad)



Hacía años que se quedó solo, sin amigos ni parientes. Su carácter arisco y huraño, hizo que nunca destacase precisamente por tener demasiados amigos. Al principio, poco le importaba, pues pensaba que así no se vería obligado a acudir a reuniones de amistades o de familiares donde, la hipocresía y el afán por destacar, solía ser la tónica dominante. Ya no tenía que aguantar los malos chistes de sus colegas, ni las increpaciones de sus parientes. Estaba mejor así, tal como ahora se encontraba, solo…

Eso era lo que él pensaba, pues no quería reconocer que a los demás, aunque a veces le resultase insoportable, en el fondo, los necesitaba. Pero ahora estaba solo, ya no podía retroceder en el tiempo o cambiar los hechos y, admitir que estaba equivocado, tampoco le iba a devolver al pasado.

Salió a caminar sin rumbo, pensó que la Noche Buena era tan válida como cualquier otra noche para salir a pasear, a fin de cuentas, nadie le esperaba en ninguna casa para celebrar la Navidad.

Se levantó un gélido viento que le obligó a subirse el cuello del gabán, mientras seguía caminando por el paseo junto al río, observando la diversidad de colorido que con las luces navideñas se adornaban la calle.

Cuando pasaba sobre el puente viejo de piedra, le pareció oír un lastimero gemido de animal, por lo que se acercó a la baranda y, al observar con atención, pudo ver como un pequeño perro intentaba salir de la corriente del río, arañando con sus pequeñas patas la pared del pilar del viaducto, en un último intento de salir del agua y salvar su vida.

Sin pensarlo dos veces, se despojó del gabán, la chaqueta y los zapatos, y se lanzó a las gélidas y oscuras aguas del río, consiguiendo asir al pequeño can y salvarlo de una muerte segura. Sus ropas estaban totalmente mojadas, pero eso era lo que ahora menos le importaba ¡por fin se sentía orgulloso de lo que había hecho!

Empapado hasta los huesos, sacó al can del río, abrazándolo y secándolo con el gabán, mientras que éste, le agradecía el haberle salvado la vida, dándole continuos lametazos en la cara, a la vez que se sacudía el agua de su blanco y mojado pelaje.

Apenas había recorrido cien metros cuando, el llanto de una niña, llamó de nuevo su atención. Se acercó hasta ella para ver que era aquello que le hacía llorar con tanta desesperación, cuando el pequeño perrito saltó a los brazos de la pequeña quien, entre sonrisas y lágrimas, llamaba a su pequeño “Copito” a sus brazos. La niña le explicó como su pequeño Copito se le había escapado río arriba y se había caído al agua, temiendo que se hubiese ahogado, por eso ahora estaba tan contenta que no dudó ni un instante en abrazar a aquél hombretón y darle un cariñoso beso en la mejilla, en muestra de su agradecimiento por haberle devuelto a su perro sano y salvo.

No había salido de su asombro cuando, una joven mujer visiblemente exaltada, se acercó hasta ellos exclamando: ¡Gracias a Dios que los he encontrado! Era la madre de la niña, que temía que ésta también se hubiese caído al río intentando salvar a su perrito.

Cuando la madre se hubo enterado de todo lo ocurrido, le suplicó a aquél hombre que les acompañase a su casa a pasar la Noche Buena juntos, pues su hija y el perrito era la única familia que le quedaba desde que su esposo falleciese en un terrible accidente, hacía justamente un año y, sin su divina intervención, igual hubiese sido la peor noche de su vida.

Ahora estaba muy contenta y agradecida a ese hombre, con quien deseaba compartir lo poco que tenían aquella Noche Buena para cenar.

Para él la vida había dado un brusco giro, parecía que la magia de la Navidad le brindaba otra oportunidad y, esta vez, no iba a desaprovecharla.

José Luis Giménez

sábado, 24 de diciembre de 2016

Dios escribe recto sobre renglones torcidos




María llevaba días sin apenas “pegar un ojo”. No podía dormir, la desesperación, la angustia, podía más que el sueño o el cansancio.

—Lo siento señora, pero nosotros no disponemos de mejores medios para tratar la enfermedad de su hija. Créame que lo siento de corazón… pero con los “recortes” en sanidad, apenas podemos recetar aspirinas… vuelva a insistir en la inspección, al Ministerio… no sé, acuda a los medios… alguien le podrá ayudar.

Estas fueron las últimas palabras del médico que había estado atendiendo a Margarita, su pequeña hija de apenas 9 años, y que a María no dejaba de resonarle en su cabeza, como un martillo que golpea sin cesar, como el aporrear a una puerta que no se abre.

Margarita era una niña alegre y, aunque su delicada salud, le impedía poder realizar todas las actividades como el resto de sus amigas, ella siempre se mostraba dispuesta y complaciente, haciendo que casi nadie notase su dificultad para llevar una vida con normalidad.

Cuando apenas tenía 18 meses de edad, sus padres ya empezaron a sospechar que algo no iba bien, pues Margarita no era capaz de caminar por sí sola, como es normal a esa edad en los niños. Dos años después, el diagnóstico realizado mediante estudio genético, confirmaba los temores sobre la enfermedad de Margarita: padecía el “Síndrome de Prader Willi”.

Los años fueron pasando y, con ellos, diversos problemas se iban añadiendo y aquejando a Margarita como consecuencia de su padecimiento. Hacía apenas un año que también se le diagnosticó una escoliosis, un problema adicional considerado como algo habitual en los niños que padecen su enfermedad.

Los padres de Margarita se volcaron en conocer a fondo todo lo concerniente a la rara enfermedad de su hija, pues aunque ésta estaba identificada entre las más de 7.000 enfermedades raras, apenas están incluidas poco más de 1.000 en la Clasificación Internacional de Enfermedades Raras, por lo que la información al respecto no era toda la deseada. Sabían que una gran parte de dicha enfermedad era de origen genético y que mayoritariamente afectaba a niños pero, lo más preocupante, es que se trataba de una grave enfermedad crónica, que provocaría una pérdida importante de autonomía, que iría afectando paulatinamente a diversas funciones y órganos, lo que requeriría de diversas intervenciones de carácter multidisciplinar y, sobre todo: conllevaba una alta mortalidad.

Para completar el panorama, la falta de expertos y centros de referencia para tratar la enfermedad de Margarita, hacía que el tratamiento adecuado se hallase fuera del alcance de sus padres o, cuando menos, suponía un gran esfuerzo por parte de éstos.

Esta situación provocaba que Pedro, el padre de Margarita, tuviese que buscar ayuda allí donde pudiese encontrarla, lo que le obligó a tener que desplazarse habitualmente desde su lugar de residencia, en un pequeño pueblecito de la Sierra, a las grandes ciudades, donde existían mayores posibilidades de conseguir esa ayuda vital para su hija.

Fue en uno de esos viajes cuando ocurrió la tragedia. Pedro había leído que en la capital, había un equipo de doctores que estaban consiguiendo grandes resultados en el tratamiento de la enfermedad de su hija en otros niños; así que decidió ir en busca de dichos doctores, con la esperanza de que pudieran atender a su hija, pues el tratamiento era muy caro y la Seguridad Social no cubría todos los gastos.

Apenas había salido de su casa cuando, al cruzar la carretera general que conduce a la estación del tren, desde donde Pedro se iba a desplazar hasta la capital, un vehículo que marchaba a gran velocidad lo atropelló, causándole la muerte casi instantáneamente. Las últimas palabras de Pedro fueron para su hija Margarita. Decía una y otra vez que, lo que más sentía, no era su propia muerte, sino el hecho de que ya no podría ayudar a su hija; que sin él, nadie iba a hacer nada para curarla o
ayudarla a llevar una mejor calidad de vida.

No pudo decir más… su voz se apagó para siempre cuando la ambulancia que lo recogió de la calzada lo trasladaba hacia el hospital. Sus ojos ya no volverían a ver jamás a su querida hija Margarita.

El conductor del automóvil que lo atropelló se dio a la fuga. Apenas fue visto por nadie pues, en la oscuridad de la noche, escasamente se pudo visualizar por completo el modelo y las tres primeras letras y números de la matrícula del vehículo. Sólo se contaba con la descripción que había dado un testigo que escuchó el golpe y el posterior frenazo, sin que el vehículo llegase a parar por completo, retomando su marcha velozmente.

Ahora María se encontraba sola. Ni siquiera tenía a Pedro a su lado. No sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para seguir adelante, pero sabía que si no lo hacía ella, nadie iba a ayudar a su hija.

No se lo pensó dos veces, se incorporó y, con gesto resolutivo,  decidió que haría todo lo imposible para conseguir la ayuda que urgentemente necesitaba Margarita.

Acudió a la consulta de una doctora especialista en la enfermedad de su hija y le suplicó que hiciese todo lo que estuviese en sus manos, pues aunque no disponía de medios económicos para sufragar el costoso tratamiento, iba a conseguirlo de alguna manera, aunque para ello tuviera que hipotecar o vender su casa, pues lo único que ahora le importaba en el mundo era precisamente la vida de su hija.

La doctora asintió a dar el tratamiento a Margarita, advirtiéndole a María que no le podría garantizar una absoluta recuperación, además de que en dicho tratamiento, estaban incluidos los servicios de un afamado hospital y que el coste de dichos servicios hospitalarios deberían ser costeados y atendidos puntualmente, ya que ella no tenía atribuciones en dicho hospital para modificar las condiciones de atención a los pacientes y de no ser así, el hospital no se haría cargo del tratamiento y la estancia
de la niña.

—No se preocupe Dra. —aseveró María— yo le prometo que cumpliré escrupulosamente con todos los gastos; sólo le pido que empiece ya a tratar a Margarita, pues su estado se ha agravado y si no es atendida rápidamente, se producirá el fatal desenlace en poco tiempo.

—Bien, ahora mismo me pongo en contacto con el hospital para que procedan a realizar el traslado. Siento parecerle un tanto insensible, pero créame que yo estoy tan interesada como Ud. en que Margarita se cure o cuando menos obtenga una mejor calidad de vida. Pero como Ud. sabe, los hospitales privados no dejan de ser un negocio, y en ese sentido, los médicos poco podemos hacer, a parte de entregarnos en cuerpo y alma al paciente.

—Lo sé Dra. García, lo sé. Por eso le he dicho, le juro, que pagaré hasta el último céntimo del tratamiento de mi hija, pero por Dios, no la dejen de tratar por falta de medios económicos.

La Dra. García había pasado por esa situación en infinidad de ocasiones, pero nunca como hasta ahora, las palabras de aquella madre desesperada le habían llegado tan hondo, le había arañado el alma. Se abrazaron, sin que pudiesen evitar derramar algunas gotas de lágrimas que ayudaron a rebajar la tensión acumulada.
Mientras la Dra. García se entregaba de lleno al traslado de Margarita, María, se dispuso a realizar la primera de las acciones que había decidido llevar a cabo para conseguir el dinero necesario. A tal fin, acudió al banco de siempre, donde tenía los pocos ahorros que aún le quedaban y que fueron mermando desde que falleció su esposo.

—Vengo a ver al director, al Sr. Rato…—indicó María a la Srta. que se encontraba atendiendo al público en la ventanilla.
—En estos momentos está con una visita… si quiere esperarse, en cuanto termine le digo que lo desea ver… ¿de parte de quién le digo, por favor…?
—María, María González, gracias.
—Bien Sra. González, tome asiento, ya le avisaré cuando el Sr. Rato le pueda atender.

María esperó pacientemente sentada en la butaca del hall del banco, mientras hacía cábalas pensando en cómo podría conseguir el dinero necesario. Después de esperar más de cuarenta minutos, por fin el Director salió a recibir a María.

—Buenos días Sra. González… pase a mi despacho y tome asiento…
—Muchas gracias Sr. Rato…
—Pues Ud. dirá Sra. González, ¿en qué le puedo servir…?

María empezó a explicarle al Director toda la problemática  existente con la enfermedad de Margarita; la falta de medios y la dificultad en conseguir el tratamiento adecuado, sobre todo si se carece de medios económicos.

—Y por ese motivo he venido Sr. Rato, para conseguir el dinero que necesito para poder darle a mi hija el tratamiento que precisa.
—Ya veo… —apuntilló el Director, mientras mostraba una cara de fingida preocupación— Déjeme ver cómo está su cuenta con nosotros…

El Director entró en el terminal informático y comprobó el estado de la cuenta de María.

—Veo que últimamente ha ido retirando cantidades de dinero superiores al ingreso que tiene por la pensión de viudedad… el mes pasado retiró más de la mitad de sus ahorros, podríamos decir que ahora sólo tiene la pensión de viudedad como ingreso fijo, y por lo que parece, además, es insuficiente para cubrir sus gastos mensuales…
—Es que como le dije, mi hija cada vez está peor, y he tenido que costear un nuevo tratamiento, por eso he tenido que hacer uso de los ahorros. Pero me puede conceder un crédito… ¿verdad Sr. Rato…?
—Me temo que la Dirección General no me lo va a aprobar con estas condiciones…
—¡Pero se trata de la vida de mi hija! No me pueden negar el crédito… Tomen mi casa como garantía… mi pensión, lo que sea… pero por el amor de Dios, no me
nieguen la posibilidad de curar o darle una mejor calidad de vida a mi hija.
—Está bien… veré lo que puedo hacer… acaba de salir una nueva modalidad en la que el banco le pagaría una pensión vitalicia a cambio de su casa…
—Pero yo necesito ahora unos 180.000 euros… es el importe estimado al que asciende el tratamiento…
—¡Uff! Qué difícil lo veo así… sí se aprueba, tardarán aproximadamente un mes, y para empezar habrá que hacer una valoración de su vivienda y seguramente vamos a necesitar algún aval adicional. Necesito las escrituras de la casa, tráigamelas lo antes posible y enviaremos a los peritos para que hagan un informe sobre el valor de su casa.
—¡Pero lo necesito ya, se trata de la vida de mi hija…!
—Sra. González, créame que yo no puedo hacer más… tráigame las escrituras y así ganaremos tiempo.

María se marchó de la oficina del Director totalmente compungida, pero no se podía permitir rendirse, así que tomó aire y, decidida, se dirigió a su domicilio, en busca de las escrituras y la documentación que el director del banco le había solicitado.

Empezó a buscar entre los cajones de la cómoda de su habitación. Pedro siempre había dejado allí los documentos más importantes y, desde que falleció, no había vuelto a mirar, por lo que desconocía todo lo que allí se guardaba.

María había visto como Pedro en alguna ocasión guardaba los papeles en una carpeta azul. Él siempre decía que los documentos oficiales estaban archivados en la carpeta azul. Así que fue directamente a por dicha carpeta.

Apartó las gomas que cerraban las solapas de la carpeta y la abrió tan rápido como le fue posible pero, debido a la angustiosa impaciencia que le afectaba, no se percató que se había caído un sobre de la carpeta al suelo.

Rebuscó entre todos los documentos que había en la carpeta, hasta que por fin encontró las escrituras de la casa.

—¡Por fin…! ya tengo una cosa… —se dijo para sí.

Cerró de nuevo la carpeta y fue a depositarla en el fondo del cajón, de donde la había extraído. Ya iba a cerrar el cajón cuando se da cuenta de que en el suelo hay un sobre que antes no estaba. María tomó el sobre y leyó lo que allí decía: se trataba de un sobre del hospital donde hasta ahora había estado ingresada Margarita en varias ocasiones.

—¿Qué raro… para qué habrá guardado aquí un sobre del hospital de Margarita…? —Se preguntó así misma María.

Creyendo que se trataba de algún informe más de los que el hospital donde había estado ingresada Margarita había entregado a Pedro, María hizo el ademán de guardarlo de nuevo dentro de la carpeta, pero cuando ya iba a separar de nuevo las gomas de la solapa, algo le hizo cambiar de idea, y abrió el sobre para conocer su contenido.

María vio que el membrete del hospital era el mismo en el que había estado Margarita pero, sorprendentemente, el nombre que aparecía… ¡era el de Pedro!

¿Qué estaba pasando… qué había ocurrido, por qué Pedro nunca le habló de ese informe…?

Siguió leyendo… y tras leer la fecha inicial del informe, su rostro cambió por completo el semblante.

“…Exploraciones practicadas a D. Pedro Gómez del Amo en fechas 21, 22 y 23 de mayo y 23 de junio del presente año en un hospital de Austria.

Impresión diagnóstica de la tomografía computarizada del cráneo. 

Se objetiva la existencia de un proceso expansivo afectando el hemisferio izquierdo. Teniendo en cuenta la imagen objetivada y que clásicamente se define como metástasis cerebral, el primer diagnóstico es de Gliobastoma multiforme.

Dado el tamaño del tumor y el crecimiento del mismo, ante la inviabilidad de la extirpación en la situación actual, deberá comprobarse y confirmarse la realidad de todas estas imágenes para valorar otras acciones a realizar.

Fdo.: Dr. J.C. Fernández”

A pesar de que su esposo ya hacía unos meses que había fallecido, para María esta nueva noticia supuso un duro golpe. ¿Por qué no le dijo nada de lo que le estaba afectando? Siempre se habían dicho la verdad pero, en esta ocasión, Pedro ocultó su terrible enfermedad a su esposa y a su hija.
María necesitaba alguna explicación, así que llamó al teléfono que aparecía en el informe.

—¿Sí, Diga…?
—¿Dr. Fernández…?
—Sí, soy yo mismo, qué desea…
—Verá… soy la esposa de un paciente suyo: Pedro Gómez, mi esposo murió hace ya cuatro meses… y quería saber lo que tenía…
—Lo siento mucho Sra., pero en estos momentos no recuerdo ese nombre y, además, esa información no se la puedo facilitar por teléfono, ni siquiera sé si Ud. es su esposa.
—Sí, sí, le comprendo… pero tengo un informe redactado por Ud. y necesito saber por qué mi esposo no me dijo nada de su enfermedad… aunque paradójicamente no murió de dicha enfermedad, sino que fue atropellado… por eso necesito saber que tenía…
—Bueno, miraré a ver qué puedo hacer… traiga ese informe y algún documento que demuestre que Ud. era su esposa.
—Muchas gracias Dr. ¿a qué hora puedo ir a verle…?
—Venga mañana a las diez, mi secretaria ya me habrá entregado el historial.
—Muchas gracias, hasta mañana.

María volvió a abrir la carpeta azul para coger el libro de familia, ya que era el documento que, junto al de identidad, le serviría de prueba identificativa, volviendo a guardar la carpeta en el cajón de la cómoda.

Al día siguiente y a la hora indicada,  María se presentaba ante el despacho del Dr. Fernández.

—Buenos días Dr. Fernández, soy María González, la esposa de Pedro Gómez…
—Ah bien, buenos días Sra. González… pase y siéntese, la estaba esperando… ¿Supongo que ha traído algún documento que demuestre que Ud. era su esposa…?
—Sí, aquí tiene, el libro de familia y mi D.N.I., como puede comprobar soy su esposa.
—Bien, gracias. Siento haber tenido que pedirle que se identifique, pero como Ud. sabrá, esto es una información confidencial que sólo puede conocer el paciente y en este caso Ud. como su familiar más allegado.

El Dr. Fernández tomó el historial de Pedro que se encontraba sobre la mesa y tras abrir la carpeta donde se encontraban las radiografías, cogió la mayor de ellas y se la mostró a María.

—¿Ve esta mancha blanca en el cráneo…?
—Sí, sí… es casi como una pelota de golf…
—Exacto… es un tumor maligno, un cáncer cerebral de muy mal pronóstico… Es muy posible que si hubiese seguido creciendo a la velocidad que lo hacía, ahora mismo su esposo ya hubiese muerto.

Precisamente debido al tamaño y a la situación dentro del cerebro, su extirpación era tan peligrosa, que no podíamos asegurarle más de 50% de éxito, es decir, era a cara o cruz, y nos arriesgábamos a que, en el caso de salir con vida de la operación, algunas de sus funciones pudieran quedar afectadas. Este caso lo comentamos con el neurocirujano y todos estábamos de acuerdo en el gran riesgo que se corría, pero su esposo nos dijo que ahora, lo que más le interesaba era conseguir la ayuda que su hija necesita para su costoso tratamiento y que no se podía arriesgar a morir o quedarse sin posibilidad de ayudar a su hija.

Nos pidió encarecidamente que no le dijéramos nada a Ud. dada la situación por la que estaban pasando, y a fin de evitarle más sufrimiento del necesario. Créame que lo siento mucho Sra. González, nosotros hubiéramos hecho todo lo imposible si hubiese habido una mínima seguridad de éxito… pero su esposo no quería arriesgar el futuro de su hija. Su vida era lo que menos le importaba, esas fueron sus palabras.

María agradeció al Dr. Fernández su delicadeza y amabilidad al atenderla y se marchó con los ojos humedecidos por las lágrimas que, una vez más, derramaría por el hombre que más amó en su vida.

De regreso a su casa, reflexionó sobre todo lo acontecido, y se prometió a sí misma que iba a conseguir el dinero que necesitaba para el tratamiento de su hija costase lo que costase. Ahora tenía más fuerza y motivos si cabe, para luchar por lo que su esposo tanto había luchado.

Cuando llegó al banco, algo le llamó su atención… parecía que había sucedido algo anormal, se notaba el nerviosismo en los empleados…

—Buenos días Srta. Vengo a ver al Director Sr. Rato…

La Srta. que le había atendido el día anterior, ahora no sabía cómo decirle que el Sr. Rato no la iba a poder atender… posiblemente en mucho tiempo.

—Verá Sra. González… el Sr. Rato ha tenido que ausentarse urgentemente y no sabemos cuándo regresará…
—Pero es que para mí es muy urgente hablar con él o con quien me pueda atender… ¿no hay nadie más que me pueda atender ahora?
—En estos momentos no, Sra. González, pero le avisaré por teléfono en cuanto venga alguien que pueda atenderla.

María frunció el cejo… parecía que todo le estaba saliendo mal, pero ella no estaba dispuesta a rendirse. Así que a la vez que se despedía con un “espero su llamada Srta.” su mente ya estaba mirando de encontrar otras soluciones.

Lo que la señorita del banco no le dijo a María, es que el director Sr. Rato, había sido detenido hacía escasamente una hora por la Guardia Civil, sin conocer el motivo de su detención.

Ahora María acababa de llegar a su casa, y aún no había dejado los documentos en la carpeta, cuando suena el timbre del teléfono.

—¿La Sra. María González…?
—Sí, soy yo, ¿quién es Ud.?
—Soy el teniente Ramírez de la Guardia Civil… le llamamos para informarle de que hemos localizado y detenido al conductor que atropelló a su esposo y se dio a la fuga… ya sé que esto no va a reparar el daño, pero queríamos que lo supiera. Si quiere pasar por la Comandancia, tendré mucho gusto en ampliarle toda la información.
—¡Muchas gracias teniente, de corazón, muchas gracias…!

Después de aquella conversación con el teniente de la policía, María sintió por primera vez en mucho tiempo que había una justicia divina… que nada escapa a la justicia de Dios. Pero las sorpresas no habían hecho más que empezar.

Apenas pasaron diez minutos cuando vuelve a sonar el timbre del teléfono, esta vez era la secretaria del director del banco.

—¿Sra. Gonzalez…?
—Sí ¿dígame…?
—Soy Pilar, la secretaria del director del banco… que le dije que le llamaría en cuanto tuviésemos a alguien que la pudiese atender…  y si le va bien mañana al medio día, le reservamos la hora.
—Sí, sí, gracias… mañana estaré en el banco a las doce en punto, ya tengo toda la documentación que me pidió el director.

María colgó el auricular del teléfono con cierto aire de esperanza, parecía que por fin se empezaba a vislumbrar la luz del túnel. Al día siguiente, después de ir a informarse con el teniente de la Guardia Civil, podría pasar por el banco para gestionar el crédito.

Aquella mañana María se levantó con más fuerzas que nunca, se sentía dinámica, animosa, llena de confianza en sí misma. Y su intuición no la iba a traicionar.

Nada más llegar a la Comandancia de la Guardia Civil, salió a recibirla el teniente Ramírez.

—Buenos días Sra. González… pase y tome asiento, por favor…
—Buenos días teniente Ramírez, gracias, es Ud. muy amable…
—Pues verá… Sra. González, no sé cómo decírselo, pero el conductor que atropelló a su esposo y se dio a la fuga es alguien que conoce… y él los conoce a ustedes…

María se intranquilizaba por momentos…

—Bien… ¿y quién es?
—Es el director del banco, el Sr. Rato…
—¡Qué dice!, ¡por Dios!, ¡ese hombre lo ha sabido todo el tiempo… ha visto nuestras penurias, de las que él es el máximo responsable y no ha sido capaz de asumir su responsabilidad!, ¡que Dios lo perdone, porque yo no puedo…!
—Por eso hemos querido decírselo a Ud. en persona, no sabíamos cómo iba a responder… Ahora ya está en prisión sin fianza; y le aseguro que va a pagar por todo lo que ha hecho…
—Muchas gracias teniente, sé que ya no se va a remediar nada, pero por lo menos sé que hay justicia divina, sólo espero que ahora también hagan justicia los hombres…

María se marchó de la Comandancia de la Guardia Civil con calma, pero a la vez cargada de razones para exigir al banco un trato justo…

Cuando llegó al banco a la hora convenida, la secretaria ya estaba preparada para recibirla, parecía que sabían algo que, hasta entonces, nadie hubiese imaginado jamás.

—Buenos días Sra. González, pase, el nuevo director le está esperando…

No hubo acabado la frase la secretaria, cuando el nuevo director sale de su despacho y se dirige directamente a María.

—Buenos días Sra. González, me llamo Javier Alonso, soy el nuevo director, pase y tome asiento, por favor…
—Sí, ya veo que se han dado prisa… —María no pudo acabar de decir la frase.
—Sí, Sra. González, nosotros estamos tan indignados como Ud. y aunque no sirva de mucho, le rogamos que acepte nuestras más sinceras disculpas. Como comprenderá, aunque el culpable de todo lo sucedido ha sido el anterior  director Sr. Rato, la entidad no tiene culpa… pero aun así, la Dirección del banco quiere ayudar en la medida de lo necesario para que su hija reciba el tratamiento que necesita sin coste alguno por su parte. Su hija podrá recibir el tratamiento que necesita
y… ¡ojalá que se cure!
María ya no aguantó más, la tensión contenida la superó, y echó a llorar compungidamente.
—Sabe una cosa Sr. Alonso… —le dijo María al director entre sollozos—
“Dios escribe recto sobre renglones torcidos”.


José Luis Giménez