jueves, 29 de diciembre de 2016

La magia de la Navidad (Cuento de Navidad)



Hacía años que se quedó solo, sin amigos ni parientes. Su carácter arisco y huraño, hizo que nunca destacase precisamente por tener demasiados amigos. Al principio, poco le importaba, pues pensaba que así no se vería obligado a acudir a reuniones de amistades o de familiares donde, la hipocresía y el afán por destacar, solía ser la tónica dominante. Ya no tenía que aguantar los malos chistes de sus colegas, ni las increpaciones de sus parientes. Estaba mejor así, tal como ahora se encontraba, solo…

Eso era lo que él pensaba, pues no quería reconocer que a los demás, aunque a veces le resultase insoportable, en el fondo, los necesitaba. Pero ahora estaba solo, ya no podía retroceder en el tiempo o cambiar los hechos y, admitir que estaba equivocado, tampoco le iba a devolver al pasado.

Salió a caminar sin rumbo, pensó que la Noche Buena era tan válida como cualquier otra noche para salir a pasear, a fin de cuentas, nadie le esperaba en ninguna casa para celebrar la Navidad.

Se levantó un gélido viento que le obligó a subirse el cuello del gabán, mientras seguía caminando por el paseo junto al río, observando la diversidad de colorido que con las luces navideñas se adornaban la calle.

Cuando pasaba sobre el puente viejo de piedra, le pareció oír un lastimero gemido de animal, por lo que se acercó a la baranda y, al observar con atención, pudo ver como un pequeño perro intentaba salir de la corriente del río, arañando con sus pequeñas patas la pared del pilar del viaducto, en un último intento de salir del agua y salvar su vida.

Sin pensarlo dos veces, se despojó del gabán, la chaqueta y los zapatos, y se lanzó a las gélidas y oscuras aguas del río, consiguiendo asir al pequeño can y salvarlo de una muerte segura. Sus ropas estaban totalmente mojadas, pero eso era lo que ahora menos le importaba ¡por fin se sentía orgulloso de lo que había hecho!

Empapado hasta los huesos, sacó al can del río, abrazándolo y secándolo con el gabán, mientras que éste, le agradecía el haberle salvado la vida, dándole continuos lametazos en la cara, a la vez que se sacudía el agua de su blanco y mojado pelaje.

Apenas había recorrido cien metros cuando, el llanto de una niña, llamó de nuevo su atención. Se acercó hasta ella para ver que era aquello que le hacía llorar con tanta desesperación, cuando el pequeño perrito saltó a los brazos de la pequeña quien, entre sonrisas y lágrimas, llamaba a su pequeño “Copito” a sus brazos. La niña le explicó como su pequeño Copito se le había escapado río arriba y se había caído al agua, temiendo que se hubiese ahogado, por eso ahora estaba tan contenta que no dudó ni un instante en abrazar a aquél hombretón y darle un cariñoso beso en la mejilla, en muestra de su agradecimiento por haberle devuelto a su perro sano y salvo.

No había salido de su asombro cuando, una joven mujer visiblemente exaltada, se acercó hasta ellos exclamando: ¡Gracias a Dios que los he encontrado! Era la madre de la niña, que temía que ésta también se hubiese caído al río intentando salvar a su perrito.

Cuando la madre se hubo enterado de todo lo ocurrido, le suplicó a aquél hombre que les acompañase a su casa a pasar la Noche Buena juntos, pues su hija y el perrito era la única familia que le quedaba desde que su esposo falleciese en un terrible accidente, hacía justamente un año y, sin su divina intervención, igual hubiese sido la peor noche de su vida.

Ahora estaba muy contenta y agradecida a ese hombre, con quien deseaba compartir lo poco que tenían aquella Noche Buena para cenar.

Para él la vida había dado un brusco giro, parecía que la magia de la Navidad le brindaba otra oportunidad y, esta vez, no iba a desaprovecharla.

José Luis Giménez

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